El concepto base de la conformación de comunidades, luego de países, luego de naciones, es la supervivencia por la solidaridad.
Por Pablo Borla
No hay otro sentido que explique el conjunto de normas que nos limitan -partiendo desde una Constitución- en la conformación de un conjunto de voluntades que buscan primero sobrevivir, luego progresar; luego expandirse y dominar a quienes no lo han logrado hacer con suficiente eficiencia o cuyas normas éticas le ponen topes a sus acciones.
Sin la solidaridad, una nación es sólo un territorio compartido por personas que no tienen nada que ver los unos con los otros, en un estado de anarquía.
Cuando los representantes designados por las personas que comparten un territorio deciden establecer reglas de convivencia, lo hacen inspirados en un marco ético determinado y con una finalidad en común.
Aunque históricamente el imaginario popular haya vinculado a la anarquía con la izquierda, esto no es exclusivo de esa tendencia. De hecho, en estas cuestiones, demasiado al Oriente ya es el Occidente.
De ahí que, a lo largo de la historia haya habido intentonas anarquistas de derecha, cuyos instrumentos de imposición no fueron las bombas sino las “sociedades” utópicas formadas por individuos con suficiente dinero para jugar al anarquista. Y vaya la paradoja cuando mencionamos a la sociedad y a la anarquía en el mismo párrafo.
La invasión de los modos culturales del hemisferio norte, a través de sus medios de comunicación, de sus escritores, de sus leyendas y de la monstruosa industria cinematográfica, nos han impuesto el modelo del “self made man/woman”, ese paradigma -generalmente masculino hasta que llegó la era de la corrección política- que, con la fuerza de su astucia, de su perseverancia y de su negativa a ser derrotado, cumple su sueño, que generalmente tiene que ver con el dinero o el poder.
¿Está mal esto? ¿La perseverancia, la astucia, lo de “jamás rendirse”?
No lo creo, en el sentido que le da el poeta argentino Almafuerte, en esos versos de “No te des por vencido, ni aun vencido…” pero es conversable cuando de lo que se habla de las soluciones individuales a cualquier costo y del individuo como única y solitaria unidad de medida de una comunidad.
La Argentina sostiene ambos modelos sin sentirse en contradicción, como los que honran a la Pachamama y al Cristo con la misma devoción.
Pasa que Latinoamérica es culturalmente mestiza y en ello, vale todo y se justifica todo.
El sentimiento de la validez salida individual como única posible se viene consolidando en las generaciones, olvidando que la mayoría de los grandes logros se consiguieron en equipo.
Pero hay una decepción de las masas y nadie quiere ser parte de una ni difuminarse entre la multitud.
Un ejemplo cotidiano: usted tiene su auto estacionado, digamos, en Pueyrredón al 700. Es hora pico. Intente salir del estacionamiento. Ud. pone la luz de giro, hace señales, ruega al Altísimo. Saca medio cuerpo por la ventanilla, esquivando las motos, y después de un larguísimo rato, logra que un alma caritativa frene y le permita salir.
Lo mismo pasa cuando intenta ingresar a una avenida desde una calle lateral o salir de una cochera de estacionamiento.
El otro/a nos interesa solamente cuando es peregrino, entre el 12 y el 15 de septiembre. El 16 ya no. Que vuelvan en bondi.
La trampa/magia lícita de Javier Milei fue lograr encarnar ese individualismo, que en el sentido expuesto, refleja lo peor de cada uno de nosotros: el que no le importa el otro; el que cree que nadie te va a ayudar; el que está harto del Estado (y cree -salida fácil- que la solución no es mejorar el Estado sino destruirlo); el que te deja tirado en la banquina cuando tuviste un accidente; el que piensa “sálvese quien pueda”; el que cree que este país se arregla con sangre hasta que se cuenta que esa sangre puede ser la de sus hijos.
Debemos ir al rescate de la solidaridad.
Mantener el estado de vigilia.
Vienen por todo y no por vos, porque en este esquema de individualidades, sólo les importa su ganancia y vos no sos su socio sino su esclavo.