marocco 2409 colPor Antonio Marocco

Cada vez que llegan las fiestas el desafío es evitar volverse loco. El consejo no es mío, ni mucho menos literal. Se lo escuché a la doctora Josefina Medrano cuando hablaba del síndrome de fin de año.

Hay que tener cuidado con eso de sobreexigirse e imponerse a la fuerza erogaciones, balances o fines de ciclo que no necesariamente son tales. Las fiestas pasan y todo sigue. Lo digo por experiencia. En esta Argentina que parece no dar respiro, el objetivo es cambiar de aire sin ahogarse en el camino.

Pero, y de esto viene la columna de hoy, los que sí cierran ciclos de manera quizás más definitiva son los estudiantes. Los que terminan el secundario. Los del banderazo, los del compañerismo y la solidaridad; los que empiezan a superar la adolescencia y están llenos de ansiedad por el futuro. Los que son conscientes de que una etapa se termina para quedar grabada en la pátina del tiempo y la nostalgia: en el baúl de los mejores recuerdos.

El lunes se me disparaban algunas de estas reflexiones y otras tantas emociones. Mi nieto Lucio tuvo el acto de colación —terminó quinto año— y ahí estuvimos compartiendo en familia. Fue en el colegio José Manuel Estrada. A todos nos encantó el lema de la promoción que eligieron los ahora egresados: “Todos somos uno”. Encontrar en esa simpleza categórica que muchos jóvenes son conscientes del carácter colectivo de la vida es un bálsamo.

Todos somos uno. Así lo resumieron: en un concepto que unifica, identifica y abraza. Así de sencillo: sin prosapia, sin sofisticación y sin rima. Todos esos chicos se sienten uno porque empezaron el secundario en medio de una pandemia mundial y lo terminaron. Porque compartieron carpetas, fotocopias y lapiceras. Quizás algún machete y seguramente, por qué no, bromas que terminaron con alguna amonestación.

Pero todos son uno sobre todo porque compartieron el recreo, el sandwich y la gaseosa. Porque se alentaron en el descubrimiento del primer amor. Porque acompañaron y bancaron siempre al compañero que peleaba contra una enfermedad. Porque abrazaron en clase al que perdió a un familiar. Porque todo el curso, cada vez que fue necesario, juntó plata para que no les falte la excursión, la campera ni la cena a los que venían de familias numerosas o estaban más ajustados.

En la batalla cultural, la solidaridad y la empatía suelen funcionar como un escudo, pero también como una espada. Porque persuade, porque demuestra, porque conmueve. Porque erige una defensa de carne y hueso frente a la hegemonía digital del narcisismo.

Porque las nuevas generaciones saben que estamos viviendo tiempos complicados, bombardeados por discursos que estimulan la violencia entre quienes son diferentes, a la vez que promueven la competencia despiadada entre quienes son parecidos. Si el poder antes exacerbaba la división para reinar, hoy lo hace a través de la segmentación fina, de la híperindividualización.

Entonces por eso reconforta. Porque a pesar de los agoreros de espíritu viejo y pesimista no está todo perdido. No todo tiempo pasado fue mejor. Al contrario, está todo en marcha. Está todo por delante. Y en buena hora que los estudiantes que egresan hoy tengan en claro varias cosas: que tengan afianzados los mejores valores del compañerismo y la solidaridad; que sepan que todo en la vida —tanto en las buenas como en las malas— siempre es más valioso cuando se comparte; que siempre es mejor jugar en equipo, porque siempre habrá alguien listo para ayudar a levantar al que tropieza; que así como será para siempre el pasado en común, el mejor futuro será aquel que no deje de lado a nadie. Porque puede terminar el colegio, pero aún hay tanto por vivir. Tanto por cambiar. Tanto por compartir.