Por Pablo Borla
Hace 2 años la Organización de las Naciones Unidas ya advertía que el número de personas mayores de 65 años en el mundo había superado al de niños menores de cinco años. Nunca en la historia se había registrado una situación similar. Mientras tanto, ¿Están preparados los países para una población envejecida?
La ONU y la OMS han realizado proyecciones. Se prevé que entre 2000 y 2050, la proporción de los habitantes del planeta que son mayores de 60 años se duplicará, incrementándose del 11% al 22%. Esta franja etaria pasará de 605 millones a 2000 millones en el transcurso de medio siglo.
Este cambio en la composición demográfica será más rápido e intenso en los países de ingresos bajos y medianos. Dice la Organización Mundial de la Salud que mientras en Francia tuvieron que trascurrir 100 años para que el grupo de habitantes de más de 65 años se duplicara de un 7% a un 14%, en Brasil y China ocurrirá en menos de 25 años. Las tasas se incrementarán con mayor celeridad en Asia y África.
Aunque muchos de los decesos se producen por situaciones derivadas de la marginalidad y la pobreza, aún en los países pobres la mayoría de las personas de edad están muriendo por enfermedades no transmisibles, como las cardiopatías, el cáncer y la diabetes, muchas veces combinados.
Con la aparición de la pandemia mundial de COVID-19, se hizo patente que los sistemas de salud no están respondiendo adecuadamente a las particularidades de los adultos mayores y a la necesidad de una atención integral de su situación. Han sufrido especialmente el distanciamiento necesario de sus afectos y la reclusión que en algunas ciudades, como Formosa, ha tenido tintes casi de autoritarismo, escudado en la necesidad sanitaria.
Muchos ancianos no pueden ser independientes porque padecen limitaciones por su movilidad, fragilidad y otros problemas físicos o mentales. Los cuidados domiciliarios o comunitarios gratuitos no están disponibles de manera eficiente y el costo de una atención permanente en los domicilios triplica a las jubilaciones mínimas y supera ampliamente el promedio. Asimismo, es impensable una estadía prolongada en hospitales y menos aún con la pandemia de por medio.
En nuestro país, la cobertura social del cuidado domiciliario tiene un sistema de reintegros cuyo índice es notablemente menor al costo que realmente debe afrontar una persona que necesita de él.
Por otra parte, el riesgo de padecer demencia aumenta con la edad y los estudios estadísticos refieren que entre un 25% y un 30% de las personas de más de 85 años padecen cierto grado de deterioro cognoscitivo.
Otro de los problemas que debe resolver la comunidad mundial es la integración de los adultos mayores en un sistema de permanente incentivo al consumo de bienes efímeros. Las necesidades de las personas de la Tercera Edad tienen un meridiano diferente, centrado en su salud, y terminan siendo marginados por un concepto de productividad y belleza como estado deseable.
El aumento de la expectativa de vida y las mejores condiciones de salud han desplazado el horizonte de trabajo y disfrute de las personas. Hasta no hace demasiado, el término “sexagenario” era un apelativo casi descalificante y hoy una persona que supera los 60 años está plenamente activa.
Actualmente muchas personas deben aún atender a sus padres cuando inician su propio ingreso a la Tercera Edad, en una situación que no vieron en general que vivan sus progenitores a su edad, ya que se ha producido un incremento en la tasa de supervivencia promedio.
Pero sobrevivir no significa vivir una existencia en plenitud sino transcurrir y de ello surge la necesidad social de brindar calidad de vida y no una sobrevida sostenida por la sofisticación de los medicamentos e intervenciones actuales.
La organización del sistema de salud, del consumo, de los marcos legales de protección y cuidado, de la comunidad en general, avanza a un paso más lento que las necesidades reales y ello a veces deriva en un estado de desprotección -cuando no de abandono- de los mayores con dependencia de terceras personas.
Es urgente la necesidad de un abordaje mundial solidario y franco de esta situación y sus consecuencias, porque los estados no pueden simplemente dejar en manos de las personas el cuidado de los mayores que necesitan asistencia y compañía, porque aunque los primeros responsables -afectiva y hasta legalmente considerado- de un adulto mayor sean sus familiares directos, es muy reducido el número de personas que tienen los recursos y el tiempo necesario para una atención adecuada y amorosa, ya que deben afrontar las demandas de su propia subsistencia.
Mucho dependerá de lo que estemos dispuestos a hacer, de lo que definamos como importante y de la matriz de pensamiento y el marco moral que tengamos como comunidad.
Es condenable la obscena preferencia a las franjas productivas de la población y debe revalorizarse el sentimiento humanitario que nos identifica como una sociedad.
No deben caer en saco roto los acuerdos internacionales celebrados sobre este tema tan importante y que se refieren a las políticas públicas necesarias.
En ello, hay aún mucho por hacer y no es un tema postergable sino urgente y cuyos desafíos implican la asignación de recursos necesarios y el incentivo de cambios culturales, que pongan en valor a los adultos mayores como miembros importantes y fundamentales de nuestra organización social.