Por Pablo Borla
Ni el oficialismo ni la oposición tienen allanado el camino hasta las elecciones legislativas de noviembre de este año -previo superar las PASO-, en medio de un contexto de desencuentros, confusiones, luchas por espacios de poder y operaciones mediáticas.
Nunca fueron realmente sencillos los procesos electorales, ni aún en tiempos de cierta hegemonía oficialista. Quizás, antes los votantes tenían más en claro quien era quien y a qué partido pertenecía, y esas fronteras virtuales, en algunos casos, han comenzado a difuminarse.
Han cambiado los parámetros de los votantes y con ellos los de la política. Quien apueste a recurrir a métodos tradicionales de seducción electoral, seguramente podrá encontrarse con una realidad dura y cometer uno de los pecados más determinantes en la trayectoria de un dirigente: no saber qué es lo que quieren los votantes y el cómo lograr identidad con ellos.
Otrora, las contiendas electorales solían definirse en las calles, en las unidades básicas y en los comités. Las prácticas políticas incluían el discurso de barricada, la caravana y la militancia de los apóstoles partidarios que llevaban el Evangelio -etimológicamente “la buena nueva”- a los vecinos.
En el diseño de una ingeniería digna de batallas y territorios a conquistar, ell tiempo ha incorporado los “rastrillajes” que inundan de volantes los domicilios y a menudo también el recorrido puerta a puerta de los candidatos, abrazando señoras entradas en años, aceptando mates de dudosa higiene y besando niños. Ambas cosas han caducado -en teoría- con las normas de profilaxis que impone la pandemia.
La multiplicación de los medios de comunicación incorporó la denominada “Agenda de Medios” – ya que la presencia en solitario en un programa político televisivo en horario central equivale a ser orador en un acto masivo de gran concurrencia- en la que los candidatos fatigan su imagen y reiteran sus discursos durante gran parte del día.
Las Redes Sociales convocaron a los cerebros de la estrategia comunicacional electoral a tácticas adecuadas a su ritmo y lenguaje: spots cortos, posteos regidos por los horarios de mayor “alcance”, con publicaciones edulcoradas y consignas breves; segmentación de los mensajes según el público, el lugar y el horario.
Como en una especie de Coliseo desigual, el mensaje electoral se entremezcla con aquellos que habitualmente ocupan el interés de los lectores y el desafío es lograr que los potenciales votantes no sólo presten atención a sus mensajes sino que los recuerden, en medio de un entramado denso de información variopinta, que incluye diversidades tales como las restricciones horarias de los franceses por el coronavirus, el personaje eliminado de MasterChef y la incansable tarea de los influencers, vendiendo cremas, autos, celulares y todo aquello que puedan y logren negociar.
Los votantes racionales -los que militan el voto, los que lo meditan profundamente o son afiliados convencidos de un partido- constituyen una minoría y aún sigue siendo válida esa división que categorizaba al voto desde el estómago (el voto egoísta, movido por interés económico de algún tipo); el hígado (el voto contrario a alguien, el voto-bronca) y el corazón (el voto por afinidad o empatía con un candidato).
En medio de tanto bombardeo de información, el principal desafío es hacer conocer a los candidatos a quienes votan, ya que fuera del tiempo electoral suelen pasar bastante inadvertidos, con excepción de las primeras figuras de cada espacio.
Quienes sí están trabajando diariamente para que los conozcan y los consuman como un producto más son los influyentes (o “influencers”) porque de su capacidad de entretener al público dependerá su fama y la cantidad de seguidores en las redes y de ello los contratos jugosos que las marcas comerciales celebran con estas personas para que recomienden sus productos.
Uno de los mayores costos de la actividad política en lograr que los candidatos sean conocidos y reconocidos por el electorado, que logren empatizar con él y que sean tenidos en cuenta a la hora del voto.
De esta situación práctica deriva la creciente presencia de los influencers como candidatos, muchos de ellos provenientes del periodismo o del espectáculo. Ya tienen el mayor camino recorrido.
Lo que en su momento fue una excepción que llamaba la atención -desde Ronald Reagan o Schwarzenegger, hasta La Cicciolina italiana- en las listas, hoy es la regla y el político profesional comparte cartel con personas que pueden tener mucha buena voluntad, pero no siempre experiencia y pericia en la elaboración o en la ejecución de políticas públicas.
Por supuesto que debemos preguntarnos acerca de la coherencia de un electorado que se deja llevar por este tipo de influencias y al mismo tiempo requiere el ejercicio político responsable. La Política es una ciencia que ha perdido -por una sucesión de motivos- el prestigio de otros tiempos.
Y esa, es otra historia.
Lo que nos queda hoy es un arduo camino hasta noviembre y el mayor riesgo para las propuestas electorales de oficialismos y oposiciones, más que perder es dejar de ganar, no por virtudes ajenas sino por defectos propios.