Por Andrea Podestá
Del Rey Midas al Hombre Nuevo: cuando todo se convierte en oro, perdemos el pan, la ternura y el sentido.
Vivimos un tiempo en el que todo tiende a volverse mercancía. Desde los bienes esenciales hasta los vínculos, desde el arte hasta la tierra, desde el cuerpo hasta las palabras. Como el Rey Midas, que por codicia pidió que todo lo que tocara se convirtiera en oro y terminó por no poder alimentarse ni abrazar a su hija, también hoy nos acercamos a esa tragedia disfrazada de éxito. Todo se mide en precios. Todo se calcula en divisas.
En Argentina, el actual gobierno expresa en forma cruda una lógica que hace tiempo viene ganando terreno: la economía como centro absoluto. No como herramienta de organización solidaria, sino como credo excluyente. Pero esa visión no nace con un presidente. Es el resultado de una transformación cultural profunda: dejamos de ser sujetos políticos para ser sujetos de consumo. Nos entrenaron para calcular, no para pensar. Para demandar, no para crear. Para sobrevivir como individuos, no para realizarnos como pueblo.
América Latina, o como prefiere llamar Carmen González Táboas, América afro/indo/luso/hispana, guarda en su memoria otras formas de vida. Aún en medio del extractivismo, las pobrezas estructurales y la devastación ambiental, resiste un humanismo ético que se expresa en el sincretismo religioso, en las redes comunitarias, en el culto a la vida compartida. En esta América "no todo es precio".
El papa Francisco, en Laudato si' retoma esta sensibilidad cuando denuncia la “cultura del descarte” y propone una ecología integral. No se trata sólo de salvar la naturaleza, sino de salvarnos como humanidad. Nos invita a despertar del embrujo tecnocrático que reduce todo a datos, a rendimiento, a utilidad. A recuperar la mirada sobre los últimos, sobre los invisibles, sobre la tierra que clama y sobre los pueblos que resisten.
El problema económico de nuestra época no es la falta de dinero, sino la idolatría del dinero. La economía se ha vuelto el nuevo dios, y exige sacrificios: salud, educación, comunidad, arte, infancia, naturaleza. Todo puede ser ofrendado en pos del crecimiento, aunque ese crecimiento no tenga destino humano. Como decía alguien que entendió profundamente el alma del pueblo: “la única doctrina económica realmente sana y útil es la que rebaja a la economía al nivel modesto que merece: el del abastecimiento y la distribución.”
Por eso es urgente pensar desde otro lugar. Volver a decir que no queremos una civilización donde todo lo que tocamos se convierta en oro, si eso significa perder lo que nos hace humanos. Queremos tocar y que se vuelva pan. Que se vuelva casa. Que se vuelva abrigo, canción, ronda, justicia, agua limpia. Queremos tocar y que se vuelva pueblo.
No hay salida individual. No hay salvación sin comunidad.
Si algo podemos ofrecer desde este Sur herido pero fecundo,
es justamente una memoria de lo compartido,
una tradición de resistencia que no se rinde al embrujo de Midas.
Una posibilidad de futuro donde la riqueza no se mida en oro,
sino en sentido.