Es un tópico común en las películas de la industria de Hollywood una escena en la que dos personas, cada una en un vehículo, aceleran a fondo para chocarse. El que se aparta del camino por miedo a morir, pierde.
Por Pablo Borla
Es el “chicken game”, típica escena machista que confunde valor con temeridad y que parece hacer calado hondo en la personalidad del presidente Javier Milei, un aficionado a los superhéroes (según demostró encarnando a uno de su creación en un Cosplay) y -vaya a saber uno- quizás también del cine de acción.
Estas escenas, que promocionan la suba de adrenalina en el espectador, están bien, sobre todo cuando uno sabe que al terminar la película, cuando las luces se encienden y uno se encamina a la salida, la realidad vuelve a ser lo que es y el chicken game se queda en la película, para que en la próxima función emocione a nuevos espectadores.
La reacción del presidente a la frustrada sanción de la mega ley “Bases….” da la impresión de que cree que lo de la película sirve en la realidad y que, para peor, es útil para conducir los destinos de un país, pues comenzó con una serie de ataques y sanciones a los gobernadores que -según afirmó- son traidores a los acuerdos pactados para la sanción de la citada ley.
Ya había amenazado a los mandatarios de profundizar el ajuste a las provincias si los legisladores no dejaban de hacer modificaciones al proyecto de Ley.
Con el pase a Comisión del proyecto -producto de la inexperiencia, pero por sobre todo de la incapacidad de los líderes libertarios de escuchar a los demás-, la furia ganó la pulseada y comenzamos a ser gobernados por un presidente “en estado de emoción violenta”, que decidió aplicar la fuerza, jugar al chicken game con los gobernadores y ver quien gana la pulseada.
Comenzó con la suspensión arbitraria de casi el 100% de las transferencias, retiró los subsidios al transporte y tensó la relación al máximo posible con una sucesión de insultos degradantes en declaraciones a la prensa y en la red social X de su amigo Elon Musk.
No sabe -o no quiere- darse cuenta de que no les está quitando dinero solamente a los gobernadores sino al pueblo, liso y llano, que ya viene sufriendo bastante con la inflación heredada del gobierno anterior y la potenciada por su propio gobierno, devaluación y liberación de precios y controles mediante.
Porque al presidente -por lo menos es lo que aparenta-, no le importan tanto las personas, sino los números.
No importa que cierren los comercios y las empresas. Importa que cierren los números.
Porque entre las transferencias retiradas están, por citar solamente algunas, el Fondo de Incentivo Docente y las partidas establecidas por ley destinadas a la educación, que rigen desde que la Nación transfirió esa responsabilidad a las provincias, o la Asistencia Directa por Situaciones Especiales, que destina fondos para afrontar el costo de medicamentos de alto costo -como los oncológicos- y que ponen en serio riesgo la vida de muchos de sus compatriotas.
Pero Milei prefiere, como un niño, creer en la película, no darse cuenta de que la democracia -le guste o no- es diálogo y sigue jugando a ver quién es más macho, quien es el dueño de la verdad, mientras un coro de oportunistas, que ahora quieren cogobernar lo alientan.
Parece que el apoyo popular que lo llevó a las urnas continúa, aunque menos. Un pueblo que tiene padres que no pueden dar de comer a sus hijos, que no puede pagar el transporte para ir a trabajar o la escuela de sus hijos, que no puede acceder al fresco de un ventilador o al calor de una estufa por las tarifas elevadas; al que se le mueren sus seres queridos por medicamentos inaccesibles, en algún momento se cansa.
Cualquier líder que crea que los cheques en blanco son eternos, se equivoca.