A lo largo de la historia, los regímenes políticos que precisaban de una adhesión irracional de las masas para poder avanzar en sus fines han construido un relato que da cierta lógica interna y una aparente solidez a las decisiones.
Por Pablo Borla
En ello, no importa la ideología ni el contenido en sí, sino las formas y el carácter de “elegidos” de quienes adherían a esas banderas, como portadores de una verdad que el resto no alcanza. No les fue revelada.
Como en las teorías conspiranoicas.
Y “son ellos o nosotros” es el peligroso dogma que la democracia también permite coexistir con las instituciones republicanas.
Por eso han usado los relatos muchas fuerzas que han accedido al poder democráticamente, sin importar sus ideologías. El relato es un instrumento, tanto como lo es el marketing, para que los votantes sin destino, sin ilusión y sin demasiadas ganas de reflexionar, encuentren, por lo menos, las dos primeras dolencias satisfechas.
Javier Milei ha construido un relato épico, igual y a la vez distinto, del que han construido Trump, Putin, Bukele y, antes, por ejemplo, el peronismo y el kirchnerismo.
En esta rueda de eterno retorno, en el que -como diría Mirtha Legrand, “el público se renueva”-, han pasado por la humanidad el nazismo, el comunismo y el “american dream”, y cuando algunos relatos se debilitan -como el catolicismo- se instalan progresivamente otros -como el evangelismo- en busca de dar una finalidad y una comunión a las masas.
Milei presidente es el fruto de la interacción entre la percepción de la orfandad de liderazgo, del hartazgo y el abuso que hicieron del poder los sucesivos gobiernos democráticos y el avance mundial -que parece inexorable- de la influencia de los intereses de las grandes multinacionales sobre las democracias.
Antes, fueron los golpes de Estado. Luego, la influencia sobre el Poder Judicial. Hoy, es el marketing que crea democracias de diseño, permeables a los intereses de las grandes corporaciones, que ven en los espacios que habitualmente maneja el Estado, una oportunidad de negocios con pocas o nulas regulaciones o controles.
“Al final, uno nunca termina de saber para quien trabaja”, diría mi abuelo, pensando en los votantes que, ilusionados llevaron a un casi desconocido panelista de televisión a la presidencia en dos años.
Los relatos, además de una épica, requieren de un enemigo. Para una población golpeada, inflacionada, en la que la viveza criolla es un valor y el individualismo una salida, el desprecio a los políticos y sus abusos les puso un nombre: “la casta”, palabra que tiene cierto parentesco semántico con la oligarquía, una institución que en nuestro suelo precedió a la conformación de la Patria, que sigue vigente, fuerte y poderosa, y que se ha ido nutriendo de las decisiones favorables de gobiernos democráticos y golpistas, salvo honrosos momentos excepcionales. Ya no la conforman solamente las familias tradicionales con apellidos en cuadras céntricas y dueñas de grandes latifundios, sino también líderes de las finanzas, el comercio y la industria.
El relato se auto justifica, se nutre de las corroboraciones mutuas de sus seguidores, que, a su vez, se vuelven casta, pero no lo saben, o lo niegan.
Así, la autocracia, la venta de candidaturas, la devaluación salvaje, una inflación creciente; la postergación de los jubilados; el dictado de un Decreto de Necesidad y Urgencia de un volumen tal que no registra antecedentes históricos; el pedido de amplias y extendidas facultades extraordinarias; la quita de derechos constitucionales; la represión; los insultos a los opositores -en los medios y en las redes sociales, la comunicación por memes-; cierto esoterismo; un nepotismo descarado; el nombramiento en puestos de poder de representantes directos de algunas corporaciones que han apoyado en la candidatura, la farandulización de la política; en suma, acciones que antes eran condenadas firmemente, hoy encuentran justificación en el relato, en ese mundo cerrado, de reglas propias y excusas insustanciales.
Pero el relato no deja de ser una burbuja que la realidad pincha con facilidad, sobre todo cuando las políticas perjudican enormemente a muchos y favorecen a unos pocos; cuando los seguidores se permiten pensar que tal vez se han equivocado, cuando se ha tirado mucho de la cuerda; cuando se dan cuenta de que sólo hay un relato y no un plan y que la casta somos todos, menos unos cuantos. Los de casi siempre.