El sábado pasado, en medios de las emociones mundialistas, pasó sin demasiadas menciones un nuevo aniversario del retorno de la democracia en Argentina, luego de los oscuros, terribles años de la dictadura cívico militar.
Por Pablo Borla
Transcurrieron treinta y nueve años. A muchos, todavía nos emocionan las imágenes de las filas de ciudadanos votando y de Ricardo Alfonsín, el presidente elegido democráticamente por la mayoría, estrenando bastón y banda con los colores de la Patria. Un clima de optimismo y de unión se percibía en la alegría de ir a las urnas.
La democracia no es sólo un método de elegir gobernantes, sino que también supone la construcción institucional de la igualdad civil y política y de una equidad social indispensables para el ejercicio de los derechos ciudadanos.
Es una forma de gobierno que exige mucho. Entre otras cosas, respeto a los demás.
Y debe proporcionarnos seguridad, para que los ciudadanos podamos ejercer nuestros derechos básicos; debe crear prosperidad, para que todos podamos progresar y defender la dignidad humana, para que todos podamos desarrollar plenamente nuestras capacidades en libertad.
Solo una sociedad verdaderamente libre e igualitaria está en condiciones de garantizar un régimen democrático ordenado y justo. Hay que luchar por el bien común, en una sociedad justa, libre y solidaria, sin exclusiones y sin privilegios de ninguna naturaleza, para que esa igualdad sea posible.
Con un Estado de Derecho consolidado, con transparencia, gobernabilidad y estabilidad, se crean las condiciones indispensables para el florecimiento de las economías y se pueden impulsar los procesos y la integración que necesitamos para disminuir la pobreza y crear oportunidades de crecimiento y superación para nuestras familias.
No sólo una tarea solamente del Estado. También las familias tienen una gran responsabilidad, ya que debe promover en su seno prácticas, diálogos, conductas y ejemplos de vida que desarrollen la cultura democrática, para la formación de personas éticas y con actitudes solidarias.
Los argentinos sabemos de los difíciles caminos recorridos para la consolidación del sistema democrático, de los dolorosos recuerdos de la dictadura y de la necesidad de preservar la memoria como un nutriente para el crecimiento de una sociedad que no repita sus errores, que no interprete a la fuerza como una solución, que sepa que, desde el consenso, el respeto, la participación y la tolerancia es como se construye un futuro que nos incluya a todos y no solo a algunos privilegiados.
Si la democracia no fuera tan valiosa, si la libertad no formara parte fundamental del sentir de los hombres, seguramente no sería la sangre de sus mártires el precio doloroso que paga un pueblo para tenerla.
Una convicción democrática profunda es una semilla que resiste tempestades y suelos áridos. Es el soporte para enfrentar los tiempos malos y generar tiempos buenos.
Sucede que los pueblos sobreviven a sus tiranos, y más tarde o más temprano, hombres con valor alzan su voz reclamando sus derechos.
Y esa lucha no será, entonces, sólo merecedora de reconocimientos, sino también una siembra útil, la semilla de un futuro de argentinos valientes y convencidos del entrañable valor de la libertad.
En medio de las grietas, enredada en viejos problemas estructurales y culturales, hay una plena continuidad democrática que disfrutamos como nunca en la historia nacional, que supo tener proscripciones y restricciones por raza o sexo.
Por eso la debemos destacar, defender y celebrar como una conquista diaria en la creación del país que aún soñamos y no concretamos: uno que sea el fruto del trabajo, del esfuerzo, del amor, de la solidaridad, del respeto por la Constitución y sus instituciones por parte de todos los que poblamos esta amada, sufrida, bendita Argentina.