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Se popularizó en las redes sociales que la palabra “crisis” en japones está compuesta por dos ideogramas: uno que significa “peligro” o “riesgo” y otro,” oportunidad”.

Por Pablo Borla

Más allá de si ése es el verdadero sentido que tiene la acepción, la metáfora vale como un mensaje de esperanza.

Recientemente el ministro de Salud porteño, Fernán Quirós, dijo que la cuarta dosis que se está comenzando a colocar sería la última inyección contra el COVID-19 hasta el otoño de 2023 y explicó que aún ningún país ha aplicado más de esta cantidad.

Nadie puede afirmar que debemos bajar los brazos con la vacunación y algunas medidas de prevención, pero, si miramos hacia atrás, en junio de 2020 estábamos desconcertados, sin vacunas, egresados de un confinamiento y, por supuesto, muy asustados por nuestra salud y la de nuestros seres queridos.

Por ese entonces, se especulaba también acerca de cuál sería el modelo del mundo pospandémico y si seríamos capaces de aprender de las lecciones que nos estaba dando la crisis sanitaria, como la necesidad de una mayor equidad entre los países, aunque sea por una cuestión práctica, ya que la globalización impulsa la propagación rápida de las crisis potenciales, llámense financieras, militares o sanitarias.

La pandemia desnudó la bajísima inversión que la mayoría de los países realizaban en el Sistema de Salud, condicionando el acceso a ella según la capacidad económica y reforzando el carácter meramente simbólico de algunos derechos universales como el de la salud, que no importa garantizar, pero lucen muy bien declamados en los discursos en las Naciones Unidas.

El que no tiene dinero, se muere con muchísima mayor facilidad que el que puede pagar por una atención médica adecuada, en la mayoría de los países del mundo.

Aún en países como Argentina, que brinda la posibilidad de un acceso universal y gratuito a la Salud Pública, décadas de desinversión transformaron el esquema sanitario en un elefante blanco, incapaz de hacer frente a crisis como la pandemia.

Pero esa misma cercanía, esa globalización, hace que lo que le pasa a mi vecino me impacte directamente y de forma inmediata. La solidaridad se ha transformado en un acto de defensa propia.

La economista jefe del Banco Mundial, Carmen Reinhart, dijo que la pandemia produjo un efecto regresivo, que amplió la desigualdad entre países y dentro de los países y que le pega duro a los más pobres".

En medio de la pandemia -a pesar de escandalosa especulación comercial que se notaba en insumos como el alcohol o los barbijos- nos atrevimos a soñar con un mundo distinto, que facilitara el acceso a la salud, que fuera más equitativo, que logre que el trabajo no sea una mera mercancía y en el que nuestro planeta fuera más saludable. En ello, recuerdo los videos virales de animales volviendo a las ciudades, quietas por el confinamiento. Según la Agencia Internacional de Energía, la actividad media mundial en las carreteras cayó casi un 50%, en comparación con 2019. Y los resultados en la calidad del aire se notaron inmediatamente.

Pero, según parece, los seres humanos tendemos a cierta inercia, esa que nos hace preferir seguir en el estado en que estemos, a innovar. “Pasaron cosas”, diría un ex presidente.

Hay una obscena desigualdad económica mundial y lo reveló un estudio del World Inequality Report 2022: el 10% de la población que se encuentra entre los más ricos del mundo concentra el 76% de la riqueza que existe hoy a nivel global. En contraste, el 50% de los habitantes del planeta solo poseen el 2% de la riqueza global.

La llegada de las vacunas contra el COVID-19 dio muestras concretas de esa inequidad: en los países desarrollados se llegó a destruir vacunas por estar vencidas. A fines de 2021, mientras que en la Unión Europea la vacunación con pauta completa de la población era del 71%, en África solo habían sido vacunados con ella un 8%, según un informe de la Organización Mundial de la Salud, una entidad que, por cierto, disminuyó su prestigio con una crisis sanitaria que ha enfrentado desconcertada y a duras penas, en medio de las presiones políticas.

Y luego llegó la guerra -que es ahora la que se lleva los recursos económicos- mientras las variantes, las zoonosis y la hambruna mundial nos acechan, y el idealismo de un mundo más justo, menos contaminado y más fraterno, dio paso a nuevos líderes políticos que avalan que vendas tus órganos para afrontar deudas y que, para peor, son escuchados con atención y hasta aprobación por un número importante de personas, que parecen haberse convencido que la única salida, el único futuro, la conducta lógica a seguir, es el interés individual.

Y ahí es cuando algunos agradecemos que haya una grieta que nos ponga muy lejos, muy separados, muy diferenciados de esa gente que solamente piensa en sí misma.

Si es cierto que una crisis es también una oportunidad, sería bueno poder aprovecharla.