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Por Pablo Borla
En sus épocas de integrante de Soda Stereo, Gustavo Cerati cantaba “Solo encuentro en la oscuridad/ lo que me une con la ciudad de la furia”.

Quizás, la intención lírica de Cerati pasaba por referir a la noche como refugio de cierta bohemia y no con esa clase de oscuridad que los argentinos atravesamos, desde hace tantos años, y que ya nos parece como parte de nuestro ser.

Transitamos una bicentenaria grieta. Esta denominación es curiosa porque una grieta, a la vez que anuncia una división, también puede ser ese lugar por donde entra la luz.

Decía Jorge Luis Borges, en el prólogo de una versión del I Ching “El camino es fatal como la flecha/ pero en las grietas está Dios, que acecha”.

Se nos hace difícil opinar libremente cuando asistimos a reuniones familiares o de amigos. También en el trabajo y especialmente en las redes sociales, sin que el Gran Rotulador -ese dios sin ateos- nos deje una marca que define, según la libre interpretación de los demás, quienes somos y como pensamos, pero también -y esto es injustamente decisivo- a quien apoyamos políticamente.

Porque si llamamos la atención por el descarado desdén con el que opinan, acerca de la situación socioeconómica actual, quienes también fueron responsables principales de ella, nos convertimos en oficialistas y peronchos y, cuando no, kirchneristas aduladores seguidores de quien denominan, con asco y hartazgo, “La Yegua”.

Y si deslizamos una crítica acerca del rumbo actual de la economía: de la pobreza, el hambre y de la inflación sin solucionar, inmediatamente aparece el despreciable rótulo de “cipayo vendepatria neoliberal macrista”, y eso sólo por citar un insulto no tan irreproducible, al tiempo que gentilmente nos alumbran, afirmando que no nos damos cuenta de que somos una marioneta de los grandes medios hegemónicos.

En la ancha avenida del medio, están los que intentan aparecer -vía marketing- como moderados, pero que no salen de la tibieza contemplativa de aparentar estar exentos de culpa.

En los extremos, los que llevan la presencia o la ausencia del Estado al límite y en ese camino pretenden abolir algunos de nuestros más valorables derechos.

En la antigua Grecia se inculcaba a los niños lo que se denominaba “espíritu agonal”, que es la competición, pero sin encono ni encarnizamiento.

El Agón se oponía a la Hybris, que era la desmesura.

Nietzsche habló del espíritu agonal como la única competencia productiva. Decía que un hombre noble no soporta ningún otro enemigo que aquel en el que no hay nada que despreciar y sí, mucho que honrar.

La calidad de nuestro adversario nos destaca más en el triunfo.

Pero, pecamos de desmesura y encono y, especialmente en la última década, esto se incrementó.

Y se hace más notorio cuando la especulación electoral se impone sobre cualquier otro objetivo que nos incluya a todos.

En esas contiendas, pasó que quienes eran amigos, han dejado de serlo. Algunos familiares ya no se frecuentan para evitar amargas discusiones y lo que antes era una sencilla rivalidad tipo River – Boca, que se desvanecía en las cargadas posteriores al partido, ahora es un sello indeleble, una marca en la frente, como aquella con la que Dios condenó al fratricida Caín por el resto de sus días.

Hoy, hay empresas que examinan las redes sociales de sus potenciales empleados para ver cómo piensan, vaticinando quizás la presencia de un futuro revolucionario en sus filas o simplemente determinando un perfil.

La rotulación de la grieta nos reduce a eso: perfiles.

No es solamente cómo pensamos sino también cómo nos comportamos siendo consumidores, qué miedos tenemos, qué preferencias sexuales elegimos, qué vemos y qué dejamos de ver.

Esa necesidad de clasificarnos y rotularnos como pertenecientes a una facción, nos aleja de las mejores virtudes, que están en nuestros detalles, en lo que nos hace individuos únicos.

Y a todos aquellos que reclaman tolerancia hacia el pensamiento ajeno, les digo “No, gracias”. Yo no quiero la tolerancia que, de manera condescendiente, acepta que puedo pensar distinto.

Quiero un país en el que entremos todos y no expulsemos a nadie.

Quiero competencia sin encono ni furia.

Quiero rivales y no enemigos.

Quiero constructores que sumen y no destructores que resten.

Tendremos un país mejor si, como decía Atahualpa Yupanki, vemos al prójimo como a “nosotros mismos en el cuero de otro”.