Por Franco Hessling
El paro del 24 de enero fue significativo y sacó a la calle a sectores gremiales que ya estaban desacostumbrados a los métodos históricos de la lucha obrera. Sin embargo, el gobierno pudo amortiguar el golpe con campañas de minimización, descrédito y obteniendo dictamen para su Ley Ómnibus.
Luego del paro del 24 de enero convocado por la CGT y la CTA y que movilizó una inmensa cantidad de protestantes en todo el país, como hace mucho que no ocurría, el gobierno minimizó la movilización intentando que el malestar social generalizado que causan las medidas de ajuste no sea visto como el principal motivo del paro activo sino, más bien, los intereses de las burocracias sindicales, abocadas a cuidar sus privilegios.
Tuvo un éxito parcial en ese intento de instalar ese marco interpretativo para la huelga y la movilización, gracias al indudable descrédito de las cúpulas sindicales y al todavía esperanzado voto de confianza que una buena porción de la población tiene depositado en el gobierno libertario. Y el componente sociológico de la movilización también fue un factor que contribuyó a esa lectura de desprestigio y minimización.
¿Por qué? Dado que, si bien las marchas en todo el país fueron categóricas y numerosas, lo cierto es que se observaron muchas columnas gremiales, de movimientos sociales y organizaciones de base junto con partidos políticos anti-capitalistas, pero muy pocos asistentes autoconvocados. En proporción, una gran parte de la movilización se explica por los “aparatos” -que no son sinónimo de burocracia sindical, aquella que explica sólo a la cúpula que conduce los gremios-.
Eso no necesariamente quiere decir que no haya habido autoconvocados o que el paro no haya sido una medida que le haga justicia a la necesaria resistencia, al necesario balance, frente al tamaño de las reformas que pretende el gobierno nacional a través de un texto de ley y otro de DNU, sin dejar de mencionar los protocolos de seguridad de la ministra de seguridad y otrora contrincante presidencial de Javier Milei, la presidenta del PRO, Patricia Bullrich.
Ese malestar parecía desdibujarse por los espaldarazos de las cámaras empresariales -para nada herederas de José Ber Gelbard-, de los mercados -que hicieron un salto cambiario en el tipo de cambio paralelo en la última semana- y de la “casta”, política y judicial, que, con muchos matices en el medio, en general está abocada a usar el adagio de “respetar la voluntad popular” para apoyar al gobierno, vendiendo sus apoyos a un “precio marginal” -el mayor posible-.
Los empresarios, los mercados financieros y la casta política y judicial están dispuesto a apoyar al gobierno, lo manifiestan cada vez que pueden, pero van presentando objeciones parciales y viendo hasta dónde tira la elasticidad que obligue al Gobierno a ceder y ceder frente a ellos para que, por ejemplo, se apruebe el engendro legislativo que desde el oficialismo llamaron “ley de bases”, aludiendo a Juan Bautista Alberdi. Federico Sturzenegger, a quien se signa como autor principal del proyecto, interpreta de la doctrina de Alberdi lo que este columnista entiende sobre lenguajes nativos del África subsahariana. Y a Sturzenegger no hay Jacques Ranciere que lo salve.
La campaña de minimización del paro tuvo su mayor palanca no tanto en el desprestigio propio de la burocracia sindical ni en los esfuerzos de las cámaras empresarias, los mercados financieros y la casta. Lo que realmente le sirvió al gobierno para atenuar el impacto de la movilización fue que consiguió, o al menos eso comunicó con bombos y platillos la Oficina del Presidente, dictamen favorable para el adefesio de Sturzenegger.
La oposición dialoguista de esta coyuntura, profundamente anti-peronista o desideologizada por completo como los bloques de Pichetto, Massot y el “tucumanismo”, se aprestaron a darle al gobierno la primera victoria política de su gestión. Y no fue una enorme movilización de gente feliz por su libertad, o porque ya no paga impuestos, o porque ya no siente que le roban, fue en un recinto legislativo, uno de los epicentros de nidificación de “la casta” que tanto prometió Milei que venía a erradicar. De lion a sweet kitten en menos de dos meses. El FMI está feliz.