09 15 andresm

Andrés Mendieta

No es solo una festividad. Es un latido. Un latido que, cada septiembre, sincroniza el corazón de una provincia entera y se expande más allá de sus fronteras, atrayendo a miles de almas en un mismo compás de fe y pertenencia. El Milagro en Salta trasciende, con una fuerza arrolladora, el mero acto religioso, para erigirse como el pilar fundamental de la identidad salteña. Es el espejo donde Salta se mira y se reconoce; es el abrazo colectivo que define lo que significa ser de esta tierra.

La historia no comenzó en una catedral, sino en la humildad y el olvido. En 1592, una imagen de un Cristo crucificado, destinada a la Iglesia Matriz, quedó relegada al polvo de una capilla menor, como un secreto guardado por el tiempo. Junto a Él, su compañera de destino, la Virgen. Durante décadas, permanecieron allí, esperando. Y entonces, la tierra rugió. El 13 de septiembre de 1692, el terror se apoderó de la ciudad. Con el suelo temblando y el cielo pareciendo derrumbarse, los salteños no buscaron refugio en palacios, sino en lo más profundo de su espíritu. En un acto de fe instintiva, desempolvaron la esperanza literalmente: sacaron en procesión a aquellas imágenes olvidadas. Y el milagro ocurrió. La tierra se serenó.

Pero el verdadero milagro no fue solo que el temblor cesara aquel día. El milagro perdurable fue el nacimiento de un pacto inquebrantable entre un pueblo y sus patronos. Un pacto que ha sellado, por 333 años, la esencia de la salteñidad. Interpretar este evento como un simple relato histórico es perderlo por completo. Es no entender que en ese acto de sacar lo olvidado a la luz reside la metáfora perfecta de Salta: una tierra que encuentra su fuerza en sus raíces, que rescata del polvo su fe más pura para enfrentar cualquier adversidad.

Y si hablamos de milagros fundantes, de actos de fe que se siembran en lo más profundo del ser, es imposible no volver la mirada hacia el hogar. Porque hay otro gran Milagro, silencioso y cotidiano, al que cada uno de nosotros le debe su fe: el de nuestras madres. Ellas son las primeras peregrinas, las que nos llevaron de la mano mucho antes de que pudiéramos caminar solos. Ellas son las que, desde la más tierna infancia, nos inocularon el don de la fe no con sermones, sino con el ejemplo quieto de una rodilla flexionada en la cama antes de dormir, con el susurro de la primera oración junto a nuestra almohada, con la paciencia infinita de enseñarnos a persignarnos, pequeñas manitas torpes siguiendo el sabio trazo de las suyas. Ese es el milagro primario y más íntimo, el que convierte el corazón de un niño en tierra fértil donde la devoción puede echar raíces para toda la vida. Su procesión no recorre calles céntricas, pero marca el camino más importante: el que va directo al alma.

Hoy, esa esencia identitaria, nutrida en el hogar, palpita en cada rincón durante los diez días que convierten a Salta en la Capital de la Fe. La ciudad entera se transforma, se vuelve un gran templo al aire libre. La procesión del 15 de septiembre no es un simple acto protocolario; es un río humano de emoción, un torrente de fe que inunda las calles y demuestra que esta devoción está más viva que nunca. Es el momento en el que la salteñidad, usualmente contenida, se desborda y se muestra en toda su potencia. Ver a cientos de miles de personas, hombro con hombro, cantando el himno con lágrimas en los ojos, es presenciar la manifestación más pura de un ser colectivo.

Y este ser colectivo es nutrido con un cuidado que va más allá de lo logístico. La Municipalidad de Salta no solo organiza servicios; teje el manto que protege esta celebración. Cada detalle, desde la Feria del Milagro en el parque San Martín hasta el más conmovedor de los actos culturales, está impregnado de significado identitario.

Sí, surgen voces que hablan de una evolución, que mencionan un “show del peregrino” o que incluso cuestionan la historicidad del milagro. Pero estas voces, lejos de debilitar la tradición, la enriquecen. Porque una identidad viva no es un fósil inmutable; respira, debate y se transforma sin perder su esencia. El hecho de que se dialogue sobre ella es prueba de su vitalidad. El foco puede ampliarse para incluir la épica humana del peregrino, pero el centro, el corazón de todo, sigue siendo el mismo: la gratitud y la devoción al Señor y la Virgen que, según la fe de un pueblo, una vez salvaron a Salta y que, simbólicamente, la salvan cada año renovando su espíritu comunitario.

El Milagro es el ADN espiritual de Salta. Está en el olor a incienso y a tortillas, en el sonido de las campanas y de las miles de pisadas en la procesión, en el color de los hábitos y en la tierra roja del camino. Es una herencia que se transmite de abuelos a nietos, un imán que llama a los hijos ausentes a volver a casa cada septiembre.

Por eso, afirmar que El Milagro es identitario es quedarse corto. El Milagro es Salta. Y Salta es El Milagro. Un milagro que se repite año tras año, no porque la tierra deje de temblar, sino porque un pueblo, unido en un sentimiento profundo e indeleble, elige creer, elegir perdonar, elegir esperar y, sobre todas las cosas, elegir amarse los unos a los otros bajo la mirada serena de sus santos patronos. Ese es el milagro verdadero y permanente: la capacidad de ser, fervientemente, salteños.