Por Mario Casalla
(Especial para Punto Uno)
En este domingo 25 de Mayo, llamado de la Revolución de Mayo, me parece oportuno que hablemos del concepto de Liberación.
En ese mayo de 1810, nació un proceso que culminará el 9 de Julio de 1816 con la declaración de la Independencia Nacional, “del reino de España y de toda otra potencia extranjera” como premonitoriamente hicieron agregar los congresales al acta original. La Filosofía de la Liberación nació en Argentina -en los inicios de la década del ’70- como una “opción preferencial”, igual que en el caso de nuestros primos hermanos teólogos y casi en paralelo.
Se trataba también –en grandes trazos- de una “opción preferencial por los pobres”, por los excluidos, por lo marginados y explotados, que en nuestra América Latina y en el entonces denominado Tercer Mundo eran (y siguen siendo) una amplísima mayoría de sus poblaciones.
En nuestro caso filosófico, era una opción preferencial (ética y epistémica) por el pueblo, categoría a la cual –devuelta la jerarquía que la filosofía oficial en uso le negó sistemáticamente- se tornaba ahora en el “sujeto” de una filosofía naciente. Por cierto, que este “sujeto” no era ya pensado como el “ego cogito” cartesiano (un “yo” individual, solitario y en guerra contra la amenaza del otro), sino como un “nosotros”: comunitario, solidario y siempre en movimiento constitutivo de su renovada identidad. Es decir, todo lo contrario de una “sustancia” autosuficiente, cerrada sobre sí misma (como la mónada de Leibniz) y lista para ser presentada como Verdad indubitable (como “ser”).
Fue ese el primer gran trabajo teórico y práctico de esta primera generación filosófica de la liberación: elaborar y probar -en la insustituible confrontación con nuestra específica realidad nacional, regional y ecuménica- si aquélla categoría de pueblo era una piedra suficientemente fuerte como para sustentar sobre ella una nueva manera de filosofar (significante éste al que nunca expresamente renunciamos, como denominación de lo que hacíamos y hacemos: filosofía). Cada uno de los que están aquí –y de los que nos acompañaron y ya no están- lo hizo (a su manera, como debía ser), pero lo hizo. Y esto fue constituyendo un cierto estilo de filosofar (no una escuela, una academia, ni una facultad, en el sentido tradicional de todos esos términos), sino un estilo y en consecuencia, un cierto tipo de hombre y de comunidad de trabajo y reflexión (parangonando aquello de “el estilo es el hombre”).
Hoy camino ya al cincuentenario de la Filosofía de la Liberación entre nosotros, podemos decir que esa labor fue (y sigue siendo) cumplida por buena parte de aquella generación fundadora. Por cierto, que no han sido pocos los obstáculos a superar, porque aquella piedra -fuerte como para asentar sobre ella un nuevo estilo de filosofar- fue al mismo tiempo, “piedra del escándalo” para la otra forma (hasta entonces oficial y eurocéntrica) de filosofar. La filosofía argentina venía hasta allí adormilada y más o menos autocomplacida en lo que don Francisco Romero llamaba el “ideal de la normalidad filosófica”, esto es: llegar a ser como Europa en materia de filosofía y parir algún Kant o Hegel desde nuestras pampas, mediante oportunas y bien cuidadas becas externas de estudio y los mecanismos de un CONICET entonces naciente, para que nuestros graduados se formen en el exterior y regresen a este “interior bárbaro”, prestigiados y colaborando para que nosotros ingresemos también al “primer mundo” en materia de filosofía.
Como se ve, a veces parece que no hay nada nuevo bajo el sol; o bien que cualquier comparación con el presente es pura coincidencia. Sin embargo está a la vista que no fue así. Con todo y a pesar de todo, la Filosofía de la Liberación (con ese o con otros nombres) constituyó una manera peculiar de filosofar que ya echó raíces entre nosotros e incluso se ha proyectado más allá de nuestra propia realidad nacional. Ese concepto de “pueblo” debidamente trabajado, resignificado y en permanente labor creativa, ha mostrado ser útil no sólo a nosotros los filósofos, sino también a los teólogos, a los pastores y a los hombres de buena voluntad y ávidos de justicia que pueblan el mundo.
La figura de Francisco -sentado en la cátedra de Pedro- lo viene demostrando día a día (a creyentes y a laicos, a propios y a extraños) y abre inusuales vías de desarrollo para este paradigma de la liberación que filósofos y teólogos (argentinos y latinoamericanos) compartimos y practicamos. Claro, ¡también con el “escándalo” que implica un papa venido “del fin del mundo” y exhortando a los jóvenes para no dejen de “hacer lío”! Algo seguramente resultó muy inquietante para la pax vaticana y que su sucesor, León XIV, parece que piensa seguir ese camino.
En esto, la tarea filosófica y teológica de Juan Carlos Scannone (1931 – 2019), que nos acompañó en ASOFIL desde su fundación, debe ser valorada y destacada. La “Teología del Pueblo” que formulara junto con otros teólogos (como una escuela argentina de teología de la liberación) es un nuevo aliciente para perseverar en este camino. Además –por si faltase algún otro indicador más explícito- la demonización creciente y a escala mundial que este sistema (capitalista y neoliberal) ha desatado contra el concepto de pueblo (y su adjetivación en “populismo”), es prueba práctica (esto es, política y social) de que estamos en lo cierto. Valga entonces aquello de: “Ladran Sancho, señal de que cabalgamos”.
Pero atención que –para que la marcha prosiga y a la vez se enriquezca- es menester que nuevas generaciones de pensadores argentinos y latinoamericanos tomen la posta en sus manos y sigan la carrera en que estamos empeñados, esto es: la de la liberación cultural, política y económica de nuestros pueblos. Usted, amigo lector, sabe bien de qué se trata.