Por Sebastián Aguirre Astigueta
El Diccionario de la Real Academia española, define la mentira como la expresión o manifestación contraria a lo que se sabe, se piensa o se siente. Lo que no es verdad, lo que es falso y se afirma a sabiendas de que es falso. Lo que se dice para engañar a alguien.
Por su parte, la Iglesia Católica, en su doctrina de fe, critica la mentira y la tiene como la ofensa más directa contra la verdad. Mentir es hablar u obrar contra la verdad para inducir a error, lesionando la relación del hombre con la verdad y con el prójimo. “La mentira ofende el vínculo fundamental del hombre y de su palabra con el Señor” nos dice el Catecismo de la Iglesia.
A nosotros lo que nos interesa es la mentira, en términos constitucionales, por su impacto en el edificio de los valores públicos, por el cimiento que representa la verdad y la conducta ética y leal para con las instituciones de una república. Si grave es la afectación que produce la conducta mentirosa de los funcionarios en la confianza pública, imagínese qué grave es cuando esto acontece a quién le exigimos – y nos exige- una conducta ética intachable: un Ministro de un Tribunal Constitucional. Mientras más alta sea la exigencia de verdad, peor caerá la mentira que se realice para quien tiene una legitima expectativa de un buen comportamiento.
La mentira y la verdad claramente se vinculan a la ética pública, que es un imperativo de nuestra Constitución (art. 36 CN) que ha ordenado el dictado de una ley que entre otras cosas establece: es deber de todo funcionario, en especial un Juez de la Corte: “a) Cumplir y hacer cumplir estrictamente la Constitución Nacional, las leyes y los reglamentos que en su consecuencia se dicten y defender el sistema republicano y democrático de gobierno; b) Desempeñarse con la observancia y respeto de los principios y pautas éticas establecidas en la presente ley: honestidad, probidad, rectitud, buena fe y austeridad republicana”.
Todo esto viene a cuento después de verificada la cruenta mentira del recientemente designado en comisión ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, García Mansilla, quien ante el Senado en ocasión de llevarse adelante la audiencia pública según el procedimiento establecido en el Decreto Nº 222/03, afirmó – ante la pregunta sobre la designación en comisión, por Decreto Presidencial- que él no hubiera aceptado tal empleo, precisamente por la reacción ciudadana que despertó el violar la Constitución por una conducta de tal envergadura. Quedó claro que se opuso a hacer entrar por la ventana a quien debe entrar por la puerta grande la institución.
Sin embargo asumió como ministro de la Corte, nombrado en comisión por el Presidente. El daño a la credibilidad del funcionario y a la imagen de la Justicia ya está hecho. Menudo daño.
El preámbulo de la Constitución establece que uno de los objetivos de la Constitución de los argentinos es afianzar la justicia. Por definición, quien afianza la Justicia, nos da la garantía con su conducta y nos genera la confianza, de que la República es un bien esperable y lograble entre los argentinos, porque los funcionarios que asuman las mal altas magistraturas -aquellas que establece para los Poderes de la Nación- lo harán honrando el cargo con la verdad, el buen comportamiento, el respeto a la confianza pública y el obrar como es debido. García Mansilla le ha hecho un daño enorme a la credibilidad de la Justicia Argentina, cuando era esperable que se pare de manos y tenga una conducta ética intachable y ejemplificadora.
Con todo esto creo que el pueblo de la Nación Argentina debe demandar a partir de ahora a todo funcionario pero en especial al funcionario judicial, una ficha limpia moral –ahora que está de moda esta expresión- y una conducta más exigente que a los ciudadanos comunes, del mismo modo que le caben mayores restricciones y más exigencias en torno a tolerar una mentira. Mansilla no podrá exhibirse como un juez honorable, ético o confiable si ante el Senado ha mentido tan alevosamente, si ha cambiado su conducta de modo tan brutal de la noche a la mañana, de modo que ya nada bueno será esperable de sus principios. Como el chiste de Groucho Marx, “tengo estos principios, si no les gusta, tengo otros”.
La actual demanda de mejora social y política no es compatible con la lógica de este tipo de conducta maquiavélica para acceder a la magistratura constitucional, que, para quedar bien ante una pregunta del Senado, dice lo que los Senadores y la ciudadanía quiere escuchar, pero secretamente (o íntimamente) piensa o siente lo contrario a lo que dijo en una audiencia pública.
En una “Ética para la mentira política”, Fernando Szlajen afirma que “donde el gobernante, en pos de ganar y conservar el poder, deberá ser un gran simulador pareciendo honesto, íntegro y probo, pero no siéndolo, aventajándose del vulgo como mayoría siempre seducible por la apariencia y lo inmediato”, se sabe ahora que García Mansilla hará un tremendo daño a la Justicia Constitucional y a los Poderes Públicos. Pero en especial a la confianza de los ciudadanos. Uno nunca sabe con qué saldrá quien no tiene empacho en desandar el cuento del pastorcito mentiroso, por ahora como protagonista.