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Por Mario Casalla
(Especial para Punto Uno)

Tras largas luchas para conquistar su independencia, en la América de 1824 sobrevivían ruinas y sobre esas mismas ruinas las guerras civiles amenazaban con llevarse puesto lo poco que quedaba en pie.

Los españoles realistas –desplazados de todos los cargos públicos- sobrevivían a su derrota en medio de nuevas humillaciones y exacciones. Los llamados indianos (españoles nacidos en América) eran mirados con desconfianza por los criollos revolucionarios y ambos competían entre sí por ocupar los cargos vacantes.

Por su parte -y como mudo telón de fondo- el pueblo llano veía como el poder pasaba de mano sin que nada cambiara demasiado a favor de ellos. Al contrario, en muchos casos los nuevos amos y patrones eran tanto o más despiadados que los originales. Las promesas de libertad y justicia con que los habían reclutado para los ejércitos revolucionarios, se iban diluyendo en un presente tironeado por otros intereses políticos y comerciales, donde las presiones extranjeras (inglesas especialmente) se hacían sentir con puntual intensidad.

A su vez, estas tensiones sociales se duplicaban no pocas veces al interior de los hogares, enfrentando a padres e hijos, a primos y abuelos, enrolados en bandos diferentes cuando no prisioneros de sus propios parientes. Agréguense a esto una verdadera legión de viudas y huérfanos (de casi todos bandos) y se tendrá una idea dramática y exacta de cuál era el ambiente social en estas décadas cruciales de la organización nacional, pasados los años iniciales de euforia.

Además, los españoles realistas no se resignaron tan rápido como los portugueses a perder sus colonias americanas. Siguieron peleando hasta dieciséis años después de producidas las revoluciones, empeñados en intentos desesperados de resistencia o recaptura de miles de hombres, la mayoría de ellos veteranos de sus mejores regimientos.

La “furia española” no se rindió fácilmente en América, peleó hasta el final e incluso resistió después de él. En efecto, el final fue la célebre Batalla de Ayacucho de 1824 y la apoteosis definitiva el desesperado Sitio del Callao, fortaleza peruana resistente hasta el 23 de enero de 1826.

 

El primer superclásico americano

La Batalla de Ayacucho se produjo el 9 de diciembre de 1824, en una pampa a 3.500 m de altitud, próxima a la actual ciudad peruana de Ayacucho; más precisamente en Quinua y acabó con la victoria de las fuerzas independentistas. Estas iban a las órdenes del general venezolano Antonio José de Sucre y a su frente tenían las aguerridas tropas españolas comandadas por el último virrey del Perú, José de la Serna e Hinojosa. Allí donde el aire falta todavía hoy para pasear al turista que se atreva, De la Serna avanzó hacia los insurgentes (desde Cuzco) con un ejército de 10.000 hombres.

El general Sucre -con un total de 6.000 peruanos y colombianos a su mando- trató primero de evitar la batalla, pero finalmente se enfrentó a los españoles en un choque brutal. Tenía 29 años de edad y a su lado otro general más joven que él (José María Córdoba de tan sólo 25 años) tuvo el honor de lanzar la primera oleada de ataque con un grito que haría historia: colocando su sombrero blanco sobre la punta de la espada vociferó, “¡División! ¡De frente! Armas a discreción y paso de vencedores! Y así cargaron jefes y soldados tan jóvenes como ellos: el general Miller tenía 29 años, Isidoro Suárez 34, Silva 32. Muchos de los más destacados próceres independentistas participaron en esa batalla decisiva, entre ellos cabe mencionar a los bolivianos Andrés Santa Cruz, Pedro Blanco y José Miguel Velasco; los peruanos José de la Mar, José Bernardo de Tagle, Ramón Castilla y Felipe Santiago de Salaverry; el venezolano Jacinto Lara; el argentino José de Olavarría y los colombianos José María Melo y el ya recordado José María Córdoba. Todos a paso de vencedores y sin bajar la cabeza frente a un enemigo superior en número y experiencia.

A ese valor se le agregó la inteligencia de la sorpresa: los patriotas atacaron al ejército español cuando este se dirigía a su encuentro desde las montañas próximas, logrando así una ventaja sobre el virrey De la Serna antes que tuviera la oportunidad de organizar sus tropas. Al frente de las principales divisiones realistas se encontraban el propio Canterac y el general Jerónimo Valdés. Tras un infructuoso intento de desbordar a las fuerzas insurgentes, los españoles fueron vencidos y el mismísimo Virrey De la Serna hecho prisionero.

 

El alargue y los penales en lima

El veterano teniente general Canterac tuvo que negociar en persona las condiciones de la capitulación realista. Más de dos mil muertos regaban el campo de batalla. El mismo lugar donde en 1980 se erigió el llamado Santuario Histórico Pampas de Ayacucho, un sencillo obelisco que en esa soledad inmensa y muy alta, recuerda el grito del joven general Córdoba: “¡a paso de vencedores!”.

Cincuenta años más tarde, ese mismo episodio de la carga heroica de Ayacucho entrará en la literatura nacional hispanoamericana a través de las Tradiciones Peruanas del gran Ricardo Palma (1833-1918) pionero del romanticismo en el Perú. En una de ellas recoge Palma la arenga –menos militar pero más rotundamente criolla- con que el general venezolano Lara arengó a sus bravos jinetes llaneros: “¡Zambos del carajo! ¡Al frente están los godos puñeteros! El que manda la batalla es Antonio José de Sucre que, como ustedes saben, no es ningún cabrón. ¡Con que así, apretarse los cojones y a ellos!

Cuenta también la tradición que entre esos rudos llaneros cargó –vestida de capitán de caballería- la hermosa Manuelita Sáenz, la compañera del Libertador Simón Bolívar. Pero ese final, no era todavía el definitivo. Por dos años más resistió la fortaleza española del puerto peruano del Callao (próximo a Lima) intentando desesperadamente prolongar la presencia española en América. El Sitio tuvo lugar entre el 1 de octubre de 1824 y el 23 de enero de 1826. El gobernador español de la plaza del Callao era el brigadier José Ramón Rodil, quien puso heroica resistencia a los ejércitos patriotas, aun cuando la situación de las fuerzas realistas era ya desesperada y se conocía el desenlace de la Batalla de Ayacucho. Sus ocupantes se negaron a aceptar la rendición solicitada por el propio Simón Bolívar -cuyos ejércitos sitiaban a los hombres de Rodil tanto por mar como por tierra- y la capitulación llegó después de sufrir casi 6.000 bajas y luego de perder sus ocupantes toda esperanza de ayuda enviada desde la lejana España.

El 23 de enero de 1826, el general venezolano Bartolomé Salom tomó el castillo del Real Felipe y con él la plaza rendida, poniéndose así fin a la presencia española en la América continental. Habían pasado más de tres siglos de dominación colonial. Nos quedábamos solos y mirados -eso sí- por los nuevos caporales externos.