09 01 casalla2Por Mario Casalla (Especial para “Punto Uno”)

Contra viento y marea el pensamiento político europeo y norteamericano, ha resuelto denominar “populismo” a toda forma de gobernabilidad política que no coincida con su concepto clásico de “republicanismo y división de poderes”. Y esto, aunque esas formas históricas se encuentren hoy visiblemente en crisis, incluso en los mismos países que la han engendrado.

El reciente debate entre Macron / Melenchon / Le Pen en las elecciones francesas es un claro ejemplo de ese uso arbitrario y muy poco fino del término “populismo”. Así, Macron encarnó el lugar del “republicano” y Melenchon (desbordando por izquierda) y Le Pen (por la derecha) recibieron el mismo mote de “populistas” (aunque nada tengan que ver entre sí).

Si esto es grosero en el panorama europeo, se torna aun peor cuando se lo traslada -sin más- a nuestras realidades latinoamericanas. El chavismo venezolano, el PT brasileño, el peronismo argentino y las experiencias de Evo Morales o de Rafael Correa en Ecuador (tan distintas entre sí) fueron despachadas con el mote de “populistas" y contra ellas ¡todos en la misma fila!

Es que la calificación de “populistas” sirve tanto para un barrido como para un fregado y lo que en realidad encierra es una profunda incomprensión de lo “popular” en América, lo cual es reemplazado por una proyección categorial europea que nunca nos calza bien.

Alguna vez hemos comentado en esta misma columna el uso entre nosotros del término “populismo”, importado por el italiano Gino Germani, considerado el padre de la “sociología científica” en la Argentina. Sin embargo, nuestro punto de partida y de llegada fueron muy otros. Retrocedamos un poco.

 

El “partido de la gente”

Curiosamente, fue antes de la Revolución de Mayo de 1810 y no fue en Buenos Aires sino en Asunción del Paraguay (ambos pertenecientes entonces a un mismo espacio geopolítico: el Rio de Plata), donde ocurrió este bravo “tumulto popular”.

Fundada como Ciudad de Nuestra Señora de la Asunción (16 de septiembre de 1541), tuvo en el guipuzcoano Domingo Martínez de Irala su primer gran caudillo (local y regional). Era el “caudillo de la gente”, como entonces se llamaba al conductor y vehiculizador de los intereses populares, generalmente en pugna con los de la corona y sus adelantados. Había entonces allí dos partidos, el “de los oficiales” (con Ruiz Galán y Salazar a la cabeza) y el “de la gente” (encabezado por Irala y Alonso de Cabrera).

Formalmente lo que dividía aguas era la sucesión legítima del primer Adelantado don Pedro de Mendoza (fallecido en altamar) y la de su sucesor y Alguacil Mayor Juan de Ayolas (muerto por los feroces indios payaguás en la región del gran Chaco). ¿Quién gobernaría entonces la flamante “ciudad”, constituida a su vez como reunión de las poblaciones de Buenos Aires y Paraguay?

El Partido de los Oficiales quería esperar a un nuevo Adelantado que viniese desde España; en cambio, el Partido de la Gente aspiraba a darse un gobierno ya y así adquirir la calidad de “vecinos”, con todo lo que esto significaba en aquélla legislación indiana. Triunfó el Partido de la Gente y así se constituyó como “república” (sinónimo entonces de “ciudad”): desde la base popular y en cierta medida con decisión propia respecto de los funcionarios que venían de España.

Para elegir el Cabildo, Irala les pide a los vecinos que voten dos nombres como “electores”, los cuáles elegirían a su vez diez “personas idóneas” y de entre ellas se extraerían los cinco “regidores” del primer Cabildo de Asunción. También por elección de los vecinos se nombró un Alcalde (en este caso la elección recayó en Juan de Salazar, el fundador del primitivo Real) y un Aguacil Mayor. A su vez “la gente”, convertida ahora en “milicia” vecinal, se organizaba para proteger militarmente la ciudad y hacer valer sus derechos de pobladores.

Cuando al año siguiente llegue efectivamente a la ciudad el nuevo Adelantado designado por la corona (Alvar Núñez, Cabeza de Vaca), se encontrará con la “gente” organizada y le será imposible gobernar sin ellos. La prueba fue que cuando los enfrentó se produjo el primer alzamiento popular en territorio del Plata: el “tumulto” en Asunción del 26 de abril de 1544.

Allí, al grito de “¡Libertad, libertad! ¡Viva el Rey y muera el mal gobierno!”, Alonso de Cabrera y los tumultuarios, apresan al Adelantado Alvar Núñez, le abren proceso por traición y lo detienen un año en el Cabildo de Asunción. Al cabo del mismo, lo remiten a España en una carabela que bautizan Los Comuneros (por ellos: la gente, el “común”) y custodiado por el mismo Alonso de Cabrera.

El “memorial de cargos” que remiten al Rey es atendido por el propio Carlos V, quien destituirá al Adelantado, lo desterrará al África por un tiempo, con prohibición de volver al Río de la Plata.

 

La primera base legal

Había triunfado el primer alzamiento criollo y de aquí en más los españoles peninsulares sabrán que los indianos, “no son empanadas, que se comen con sólo abrir la boca”, tal cual lo dirá San Martín (¡otro indiano rebelde!) tres siglos más tarde. Así la región del Plata –a diferencia de las otras regiones argentinas- se organiza desde el vamos con una fuerte impronta democrática y popular, tanto en lo político como en lo militar y económico.

Esto será decisivo a la hora de organizar el Virreinato (1776) y de liderar la posterior república independiente. Y esto fue posible en función de una Real Cédula de Autonomía dictada por Carlos V el 12 de septiembre de 1537, a raíz de la acefalía provocada en el Plata por las muertes de Mendoza y de su sucesor Ayolas.

Esta curiosa y fundamental pieza política (proveniente de un rey no precisamente blando ni justiciero) puede ser considerada uno de los primeros instrumentos legales que favorecieron el protagonismo de la “gente” en América. Estaba dirigida a Cabrera y por ella (¡el mismísimo rey de España!) autorizaba a los vecinos a que “elijan por Gobernador en nuestro nombre y Capitán General de aquéllas provincias, a persona que según Dios y sus creencias parezcan más suficientes para el dicho cargo”. Esta elección popular podría ser por unanimidad o por simple mayoría, lo cual se daba después de tomarle juramento a cada vecino de “elegir persona que convenga a nuestro servicio y bien de dicha tierra”. Ganaba el “partido de la gente”, pero lo hacía conjugando también y respetando los derechos de las dos partes, casi en un pie de igualdad (los del Rey y los de la “gente”).

Esta Cédula era tan revolucionaria para la época y para ese tipo de monarca, que se supone fue dictada directamente por él, sin previamente consultar con “los doctos”. Tanto es así que el Consejo de Indias la dejará a un costado (puesto que no tenía atribuciones para derogarla), pero los bravos españoles indianos la invocaran reiteradamente cuando haya problemas con el gobierno de estas tierras, desde esta revuelta contra Alvar Núñez en Asunción.

La fuerte tradición democrática y popular en estas tierras quedaba así efectivamente fundada y legalmente respaldada. Un par de siglos después, otra “Revolución de los Comuneros” (en Asunción y en Corrientes, entre 1732/34) volverá a mostrar que en Hispanoamérica lo democrático estaba fuertemente unido a lo popular. Y fue acompañando a esta revolución que otro curita, Fray Bernardino de Cárdenas (que ya amaba eso de “hacer lío”), pronunció una frase que pasó a la historia grande de las luchas populares latinoamericanas: “La voz del pueblo es la voz de Dios".