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El escenario es Tonco, un paraje ubicado a más de 3.000 metros de altura sobre el nivel del mar, junto al Parque Nacional Los Cardones.

Allí, donde viven apenas quince familias, el cosmos se representa en una escala precisa —cada metro equivale a 464 millones de metros reales— que permite caminar de la Tierra a Marte, como si el universo se hubiera replegado sobre la montaña. “Los chicos se enganchan más cuando experimentan por sí mismos. Caminar hasta Marte no solo es una experiencia, sino una forma de conexión”, afirma Carlos Alessandretti.

El impulsor es Carlos Alessandretti, un profesor santafesino de Matemática y Física que se radicó en la provincia hace más de dos décadas. La idea nació casi por azar, durante un proyecto educativo para enseñar a construir calefones solares en comunidades de altura. El docente llegó hasta ahí con ese propósito y quedó hipnotizado por el cielo “puro” y el silencio del lugar.

El plan inicial era hacer un observatorio a cielo abierto, pero llegó la pandemia y quedó trunco. En esa pausa afloró una nueva idea: recrear el sistema solar para que cualquiera pudiera caminar de Mercurio a Marte y mirar el firmamento desde un punto donde el universo parece más cercano.

“No es una idea superoriginal, está en otros lados, pero yo sentía que lo que había que hacer en Tonco era eso”, dice Alessandretti. Una tarde fue con su familia, casi de paseo, y detectó un sitio: “Por acá andaría bien el Sol, que sea una esfera de tres metros de diámetro”, pensó. Ese impulso definió la escala: si el Sol mide un millón y medio de kilómetros y aquí tendría tres metros de diámetro, todo debía reducirse unas 460 millones de veces.

Lo que siguió fueron mediciones de GPS y viajes sucesivos para pensar dónde ubicar el resto de los planetas. Sus compañeros del profesorado, que entonces eran estudiantes y hoy son docentes, lo acompañaron desde el comienzo. Después, llevaron maquetas a la comunidad local y explicaron la idea: “Lo que les dijimos fue que queríamos hacer una especie de viacrucis, pero en lugar de pasar por las imágenes de la Pasión de Cristo, íbamos a pasar por los planetas del sistema solar”. Los vecinos lo entendieron enseguida y se sumaron. Desde entonces, docentes, estudiantes y familias de Tonco levantan juntos en ese mapa del cosmos, que todavía está en construcción.

 

De Firmat al cosmos

Carlos tiene 53 años, dos hijos y reparte sus días entre colegios secundarios y el profesorado de Física. Su relación con esta disciplina empezó en la adolescencia. “En los ochenta compraba una revista que se llamaba Muy Interesante. Me encantaban las notas de física y creo que me encantaban porque no entendía nada. ‘Acá hay algo muy misterioso, muy raro, que no lo termino de entender’, pensaba, y me daba la sensación de que estaba buenísimo”, cuenta.

Durante un tiempo quiso ser científico, pero en el tercer año de la carrera cambió de rumbo y se fue a vivir al Sur. “Siempre sentí una tensión entre el estudio y la aventura, entre quedarme sentado, aprendiendo, y salir a explorar lugares desconocidos”, recuerda. Más adelante volvió a conectar con la física a través de la docencia y logró equilibrar sus dos pasiones. “Lo que estamos haciendo en Tonco permite que convivan ambas partes en armonía: por un lado, la física y la astronomía; y, por el otro, eso medio aventurero, de hacer algo distinto en un lugar poco habitual”, asegura.

El primer planeta lo colocaron a fines de 2021. “Eso fue muy lindo: hicimos una reunión y plantamos como la piedra fundamental donde iba a ir el Sol. Después, la comunidad hizo el ritual de la ‘Challa’, para agradecer a la Pachamama y pedirle permiso por lo que se iba a hacer”, cuenta Carlos.

Hasta ese momento —reconoce— no tenían trazado un plan: “Empezamos midiendo y poniendo cartelitos. Lo que hay es lo que llamamos el ‘Sendero de los planetas’ que va desde Mercurio hasta Marte. Tuvimos momentos de avance y momentos de que se planchó todo porque no había plata, porque no había tiempo o porque se me rompió la camioneta y no podía viajar hasta allá. En estos últimos meses, como queríamos mostrarlo para la 24° Reunión Nacional de Educación en Física, le pegamos una acelerada. Y avanzamos bastante: hace dos meses pusimos la estructura del sol. Pero durante un año y pico lo único que había era una columna de tres metros. Más que el Sol, parecía un obelisco. Ahora que tiene esa estructura curvada, se parece más. Cuando esté terminado, la idea es que sea una esfera metálica de aluminio, que va a reflejar la luz del Sol real”.

 

El sol va a ser de aluminio

Arrancamos haciendo los planetas en cerámica, porque además tenía ese componente “tierra” del lugar. Los hicimos con la ayuda de una ceramista, pero era difícil lograr el tamaño exacto: la cerámica se contrae al cocerse en el horno. Las últimas versiones las hicimos en masilla epoxi, una mezcla que, cuando endurece, queda como piedra. Después apareció una artista de Salta que se ofreció a pintarlos, y la Tierra quedó tan real que parece de verdad. Así que los planetas que tenemos hasta ahora son de epoxi, porque queremos que respeten las medidas exactas. Si la pintura resiste o no la intemperie, lo iremos viendo. Para sostenerlos usamos rayos de bicicleta, y tratamos de colocarlos sobre lo que hay en el lugar: plataformas de piedra, tierra, incluso cardones que usamos como columnas. No es solo un proyecto científico: tiene algo artístico, cultural y artesanal. Es una mezcla de todo eso, pero con espíritu científico.

 

¿Qué buscan generar?

Es una caminata a los planetas en un lugar que está a más de tres mil metros de altura y con pendiente, así que uno se va cansando. Caminar esas distancias, llegar al planeta, verlo de lejos y después acercarse es una experiencia muy distinta a cualquier imagen o documental. En el profesorado de Física damos mucha importancia al contacto directo con los fenómenos: si vamos a medir temperaturas, vamos con un termómetro. Hay toda una línea de enseñanza que promueve eso y funciona: los chicos se enganchan más cuando experimentan por sí mismos. Caminar hasta Marte —unos quinientos metros en subida— es, en cierto modo, una experiencia con el fenómeno. Pero, sobre todo, es una forma de conexión. Aparece el asombro, se despierta la curiosidad, y eso es más importante que el conocimiento. Cuando llevamos a la gente —niños, adolescentes o adultos—, todos terminan haciéndose preguntas sobre el sistema solar que no se les hubieran ocurrido sentados en sus casas mirando el cielo.