Por Pablo Borla
Cuando los problemas que enfrenta una comunidad se reiteran; cuando el ciudadano promedio se frustra en sus aspiraciones de progreso, pero por sobre todo cuando llega un tiempo en el que predominan por sobre cuestiones republicanas y democráticas los intereses económicos de una minoría poderosa, la sombra ominosa de la salida fácil que ofrece la “mano dura” se hace presente como una alternativa electoral.
Es el miedo. A todo, o casi todo. A perder lo que se tiene, a dejar de ser clase media o no poder lograr un ascenso social. A tener menos beneficios y derechos de los que se consideran ganados por mero nacimiento. A que nos robe un tipo de capucha en una “salidera”, a que el dólar siga subiendo. A repetir historias que vimos transitar a nuestros padres…
Parte de ese miedo es inducido, qué duda cabe.
Hay medios de comunicación que han encontrado un buen mercado de audiencia en el temor y repiten el mismo asalto en el flash informativo, en el noticiero del mediodía y en el de la noche y a veces en algún programa de la tarde, de esos que antes se llamaban magazzines y que ahora son una especie de revista cuyos temas se imponen o desechan al ritmo del rating.
En ese fango pueden surgir propuestas y candidatos que se parecen a esas flores que tienen buen aspecto pero huelen horrible. Están buenos para la foto, para el reportaje, para la consigna, para el supuesto milagro que de su mano -una mano dura- desaparezcan, como en un pase mágico, las amenazas criminales, las manifestaciones por pedidos de derechos, los tonos intermedios en las propuestas, en las categorías, en la vida misma.
Desde la vista aérea que les proporcionan algunos medios poderosos, manejados por minorías de gran poder e influencia, son como esas esculturas gigantes, espléndidas. Pero cuando uno se acerca lo suficiente, cuando los examina un poco, se ven las grietas al espléndido mármol. Y en ellas -parafraseando el magnífico poema de Borges- no es Dios quien acecha sino algunos fantasmas que ya tuvieron residencia en otras vidas y que quieren volver, para que todo sea como ellos quieren.
El autoritarismo, la imposición, la dictadura no llegan como antes, con golpes de Estado cruentos y salvajes. Hoy buscan la legitimación que brindan las leyes. Quieren esa pátina de prestigio que da el voto y el asentimiento unánime que les ofrece la prensa canalla.
En una columna anterior planteaba el inmerecido prestigio del sentido común. La mano dura es uno de sus entenados porque parece obvio que militarizando la vida cotidiana viviremos más seguros. El problema inicia cuando nos planteamos el costo de esa tranquilidad, que suele ser una ecuación inversa: a mayor seguridad, menor libertad. Menos derechos. Menos lugar para esos gradientes que hacen de la Humanidad la compleja riqueza que la caracteriza.
En la historia hemos visto surgir regímenes totalitarios, muchos de los cuales intentaron exportar su hegemonía local con ansias de imperio. Avanzando con la dudosa fiabilidad que confieren los axiomas impuestos y las profecías autocumplidas. Guerras mundiales se han librado y millones de personas han pagado con su vida o han sido torturadas en campos de concentración por el solo hecho de ser de una raza o credo diferente al que imponía el poder.
Hemos visto ejemplos recientes en América de presidentes llegados al poder en forma legal, de la mano de campañas que prometen la supremacía, el fin de la delincuencia y otras utopías que lo son, sobre todo, por pretender dar soluciones fáciles a problemas complejos.
Nuestro país tiene representantes de esa línea de pensamiento totalitaria, que se pasean por los medios anunciándose como los salvadores de la Patria, con consignas pegadizas y propuestas que no resisten el menor análisis serio, pero que son consideradas por los votantes a la hora de la desesperación y el temor.
Su triunfo futuro dependerá también de cuanto valor le demos a la libertad, a los valores democráticos y republicanos, al disenso y a la tolerancia.
Una nación se constituye también de su policromía, de una deseable variedad que estimula, aporta y nutre una convivencia en la que la salida está en la construcción de consensos necesarios y no en darle cinco tiros a un malabarista “armado” con machetes de utilería.
Uno de los precios a pagar por la democracia obtenida es la vigilancia constante del crecimiento de facciones que quieran imponer por la fuerza sus convicciones y sus métodos.