Por Pablo Borla
Ni en los cálculos más audaces estaba prevista la contundencia de la derrota del oficialismo en Chile. El hartazgo de décadas de postergaciones y ausencia del Estado muestran una clara decisión del Pueblo del país hermano -que suele ser citado por adalides neoliberales argentinos como modelo a seguir- de buscar nuevos modelos de administración.
La protesta inicial -hace casi dos años atrás- fue el aumento en el boleto del Metro, que hacía insostenible el ya enorme sacrificio de los estudiantes chilenos para poder sostener su educación universitaria, en la que el transporte, como aquí, es un costo muy importante.
Una pausa para reconocer el aporte fundamental de la gratuidad del boleto de transporte público para la educación y la movilidad social que ella auspicia.
“No son 30 pesos. Son 30 años”. Tal la consigna reiterada en las movilizaciones populares.
30 años de debilitar derechos sociales en jubilaciones, educación y salud.
Y este accionar, que ampliaba cada vez más la brecha entre ricos y pobres, tenía su aval jurídico en una Constitución redactada a las sombras que el golpe militar de Pinochet proyectaba sobre los derechos y las libertades de los habitantes de Chile. Fue una sorpresa que la derecha trasandina nunca imaginó.
Quizás con la molicie de tantos años de impunidad para conseguir beneficios de clase, nunca estuvo en sus cálculos que se les viniera la noche, a pesar de que diferentes acontecimientos y sondeos ya venían avisando que debajo de la mar calma fluía una resaca que se expresaría en una de las votaciones más contundentes de la historia latinoamericana reciente.
Latinoamérica ha pasado por movimientos políticos electorales pendulares que han encaramado a gobiernos populares y neoliberales por ciclos.
No parecía ocurrir lo mismo con Chile, que ha tenido una alternancia de alianzas electorales con matices diferentes pero que no llegaron (o no quisieron) cambiar el status quo y ponerse al frente de las demandas más profundas.
Pero todo tiene un límite y el cambio de políticas de gobierno que un Pueblo anhela se termina produciendo, como decía Perón, “Con los dirigentes a la cabeza o con la cabeza de los dirigentes”.
En una columna en este mismo diario, el año pasado comenté que Chile quiso, por abrumadora mayoría, dejar de brindar un marco legal al abuso de un capitalismo descarnado disfrazado de libertad de mercado, para poder elegir un camino distinto, no desde una reforma constitucional sino directamente pariendo una nueva.
El diputado argentino Fernando Iglesias sumó otro desacierto a su colección y representó cabalmente a la expresión más radicalizada -por usar una expresión amable- de la derecha vernácula y saludó los resultados de la votación con un “Bienvenido Chile, al Tercer Mundo”. Iglesias es parte de esa gente que está convencida de que “la democracia” son ellos solos y que no son capaces de concebir que el Pueblo vota lo que le gusta y no necesariamente lo que les gusta a ellos.
De hecho, la votación en Chile mostró una nueva mayoría formada por la suma de minorías coincidentes en la necesidad de un cambio y que conformaron una expresión del voto caracterizado como independiente.
Así, de los 155 convencionales constituyentes, 48 serán independientes, mientras que la oposición lograría 52, el oficialismo 38 y los pueblos originarios 17 escaños, según detalló TELAM.
Para el presidente de Chile, Sebastián Piñera, "El Gobierno y todas las fuerzas políticas tradicionales no están sincronizando adecuadamente las demandas y anhelos de la ciudadanía".
En realidad, el presidente no termina de entender el fenómeno, y si su Gobierno no interpreta a su Pueblo quizás sea porque desde hace mucho tiempo se escucha solamente a sí mismo.
La mayoría de voto independiente no significa necesariamente una derrota de la política -aunque Piñera quiera poner a todos los partidos en la misma bolsa- pero sí posiblemente sea un llamado de atención que trasciende la cordillera, pues en toda América Latina los sondeos reflejan un descontento de la gente con el rol de los partidos políticos en la gestión de una mejor calidad de vida.
Los gobiernos de corte neoliberal que se impusieron en Latinoamérica no dejaron de mirar su propio ombligo y el triunfo del partido de Evo Morales y los sondeos que dan una fuerte ventaja a Lula Da Silva en futuras elecciones muestran una decisión de apoyar a quienes opten por mostrarse más sensibles con las necesidades de la gente, -aún más en medio de la pandemia- que partidarios de un Estado ausente.
Pocas cosas más inconvenientes para los líderes políticos que vivir aislados en una burbuja, rodeados de partidarios que sólo saben darles la razón y alejados de la cruda realidad de sus gobernados.
Si la derrota constituye también un aprendizaje, será un buen comienzo.