No es que nos despertamos una mañana, abrimos la ventana y el mundo estaba roto. Fue más bien como salir de una siesta, con esa modorra, esa conciencia paulatina, esa realidad un poco desordenada, como familiar pero extraña, ajena.
Por Pablo Borla
De hecho, a pesar de los análisis esclarecidos y sesudos de los especialistas; de los pincelazos del artista o de los retratos de los escritores, no terminamos de advertirlo.
La ciencia ficción, tan pródiga en predicciones y la astrología, tan abundante en desaciertos, no supieron adivinarlo.
Así crecimos, un poco escandalizados en el afuera, que veíamos resquebrajarse y tan anestesiados en el adentro, del que solamente atinábamos a protestar en el café y en el asado, mientras sobrevivíamos y pensábamos que vivíamos.
Algunos nos comenzamos a dar cuenta por nuestros hijos. No por esos “raros peinados nuevos” que supo cantar Charly, porque nosotros también los tuvimos, sino por esa lejanía, esa distancia en las palabras y en las palabras que tenían nuevos sentidos.
Hay más distancia entre nuestros hijos veinteañeros -la “Generación Z”-, que entre nosotros y nuestros padres, en cuanto a la concepción del mundo, a la mirada, a los nuevos valores vigentes. Son gente a la que no le interesa vivir en el mundo que construimos. No quieren romperlo ellos, ya está roto. Y dejan que, como la casa de los padres lejanos, se termine viniendo abajo sola: no se ocupan de las filtraciones ni de las hormigas ni de la cañería obsoleta.
Al mundo roto lo rompimos nosotros, por supuesto. En varias facetas.
Algunas de ellas les interesan a los herederos: le estamos dejando la casa caliente y poco hospitalaria. Superpoblada. Globalizada. Cercana y lejana a la vez.
En ese mundo roto, y hasta que se construya uno nuevo, diferente, hay lugar para los extremos.
En general, cuando todo aparece ordenado, o aparentemente ordenado, el camino suele ser por el medio.
Pero no es el caso.
En el mundo roto, están empañados los vidrios de las ventanas y no reconocemos al vecino. Sólo reconocemos al espejo y construimos futuros para un solo pasajero, ticket de ida. Y si mañana es tarde, pasado mañana directamente no existe.
No es un mundo bueno ni malo. No sabemos como es. No hay referencias. No hay pasado. No hay futuro. Solamente un presente continuo.
No hay familia, como solíamos reconocer la definición de “familia”. Es otra, diversa, multiforme. Hoy, como nunca antes, la sangre no te hace familia.
Y aparecen, como inaugurales, ideas que en realidad son viejas, como viejos son los fascistas modernos que aprovechan la volada para aspirar al poder.
Ya lo conocimos. Ya los conocemos.
Veremos que sale de este mundo roto. No sé si lo veremos pronto.
Hay un intermezzo, pero cuando el mundo está roto, los intermezzos no duran lo mismo que antes.
Habría que resguardar algunos conceptos, porque ciertos pedazos del mundo roto sirven.
Me viene a la memoria un decir del gran Leonardo Favio, un hombre sensible, del mundo viejo: "Yo digo que todo el que se sensibilice frente a un niño desvalido, o frente a un salario injuriante de un obrero, o no vea en una marcha de protesta un tumulto de gente que molesta sino un conjunto de individuos que tienen algo que reclamar, ése es mi compañero, milite donde milite. Yo no le pregunto a nadie quién es ni de dónde viene. Mientras sea buena gente... Esto puede ser también producto de mi ignorancia. Yo no conozco la Constitución, por ejemplo. Pero no necesito leer la Constitución para saber qué es lo que corresponde. No sé, estoy muy feliz con esta etapa que se está viviendo. La llegué a ver, Dios me dio esa posibilidad".
Así sea.