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Ya pasaron tres días y sigo con el nudo en el estómago, con el alma en la garganta, con una alegría y un optimismo que no provoqué, pero que hago mío porque lo necesito, porque soy argentino y hago mías felicidades de flotador, de esas que son como la madera a la que se aferra un náufrago para sobrevivir.

Por Pablo Borla

Me gustó que la Selección ganara el Mundia,l no solo por el hecho en sí, tan deseado, sino por la manera en que lo hizo, diferente a lo acostumbrado.

Los argentinos, en diferentes ocasiones y en distintos deportes, hemos sido lo que el periodismo dio en llamar “campeones morales”: merecíamos el triunfo porque jugamos mejor, pero no tuvimos suerte; porque el árbitro fue parcial; o porque la pelota pegó en el palo; o porque “todos están contra nosotros” y sucesos similares.

Un deporte no debería ser referencia de nada fuera de él, ni constituir un modelo o un compromiso con la realidad, más de lo que le corresponde.

Es decir, es un juego de competencia, con componentes azarosos, en el que no siempre gana el que juega mejor.

Pero desconocer que el fútbol atraviesa la Argentina de una manera intensa y visceral e influye en su gente, es no entender que los seres humanos somos en gran parte pasionales y que ese sentimiento, en nuestro país, forma parte de su idiosincrasia.

Posiblemente casi la mitad de la población argentina no tenía una estrella en su camiseta hasta el domingo 18.

Los más veteranos, vimos y recordamos las finales de 1978 y 1986 y las tenemos grabadas profundamente en la mente y en el corazón por su intensidad emocional.

Mi hija, de 21 años, es la primera vez que ve la unanimidad de un sentimiento en la Patria. La Copa Mundial de Fútbol de Qatar es un padre con 45 millones de hijos y esa fraternidad sin grietas es un fenómeno único, gozable, entrañable, que muestra que es posible lograr grandes metas por buenos caminos.

Aquí, en Argentina, a nadie se le ocurriría cambiar la Copa por nada, aunque sirviera para pagar la deuda externa, porque uno puede tener intensidades profundas -como el nacimiento de un hijo o el fallecimiento de un ser querido- pero lo cierto es que no acude a mi mente algo colectivamente tan intenso y unánime como este triunfo.

Hemos sufrido cada partido. Freud decía que “Si realmente el sufrimiento da lecciones, el mundo estaría poblado solo de sabios. El dolor no tiene nada que enseñar a quienes no encuentran el coraje y la fuerza para escucharlo”.

Reitero que una selección de un deporte no tiene la obligación de ser modelo de nada más allá de lo deportivo. Pero por la intensidad con que lo vivimos, quizás esta Selección, sí.

Porque a la hora del ejemplo, de la referencia, es importante considerar como se obtuvo; cuál fue el camino recorrido y si nos sirve de algo, más allá de la alegría.

Se pueden decir muchas palabras. Se puede teorizar acerca de los modos y las maneras de llegar a un buen término una tarea. Pero nada reemplaza a los hechos, a los ejemplos. La palabra -sobre todo en términos de la dirigencia política- está desvalorizada y es difícil que lo que se diga tenga crédito. Es por eso que hoy no importa tanto si alguien es veraz, sino si es creíble.

Nuestros niños y nuestros jóvenes vieron que no siempre sirve ser el más vivo, el ventajero. Que el esfuerzo sostenido sirve e importa. Que no todo es individualismo. Que en el trabajo puede haber lugar para el afecto.

Scaloni no quiere ser presidente, aunque algún meme le haya pedido que forme un equipo de Gobierno. Se tomaría la cabeza con las manos, bajaría la vista, espantado. Le bajó el tono al festejo. No quiere ser referente de nada. Quiere ser feliz y seguir haciendo lo que le gusta: entrenar equipos.

Porque eso es lo que hace: forma equipos, en los que todos aportan diferentes capacidades y habilidades; en los que algunos son más hábiles con la pelota que otros; en los que algunos tienen una mayor fortaleza espiritual que otros; en los que a los que les toca una tarea, la hacen de la mejor manera posible, así sean ayudantes de campo, cocineros o marcadores de punta.

En este equipo, los hombres no tienen temor a que los vean conmoverse, llorar y abrazar y besar a sus hijos.

En ese equipo, todos están al servicio de todos y trabajan para una meta colectiva. En ese equipo hasta las estrellas se quedan en el banco, esperando, si el técnico así lo decide porque es mejor para el funcionamiento del equipo. Ahí hay lugar para el abrazo, para la camaradería, para la informalidad, para el humor. Pero también hay quien resigna un día de visita familiar para recuperarse de una lesión.

En este equipo, también, nadie se rinde hasta que el partido termina. Porque el objetivo importa.

Y eso es algo para aprender, un espejo en el que reflejarse y un camino para seguir.