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Más allá de las coincidencias o no que las diferentes tendencias que coexisten dentro de la democracia puedan tener con él, el triunfo de Lula Da Silva en Brasil es una buena noticia para quienes creemos que toda derrota de los neofascismos en el mundo es para celebrar.

Por Pablo Borla

Esto porque podremos discutir la mayor o menor presencia del Estado en la administración pública; o si creemos en las teorías económicas de John Keynes o de Adam Smith -por citar solamente dos referentes importantes de pensamientos diferentes-; o sobre la necesidad del incremento o no de los derechos ciudadanos; en suma, podemos dialogar, buscar coincidencias y entender que coexisten distintas miradas en un orden democrático y que no debemos buscar la soberbia de la imposición sino la humildad del consenso.

Yo puedo discutir con un peronista, con un radical, un socialista, un liberal. Pero no puedo ni sentarme a la mesa a dialogar con un fascista, un dictador, un supremacista o un conspiranoico.

Es decir, hay posturas que exceden los límites de la democracia porque su fundamentalismo impide la esencia de su práctica, que es el diálogo y el respeto, no solamente por la validez de la posición ideológica de otra persona sino por entender que busca lo mejor para todos desde una mirada diferente.

Pero ¿de qué podría hablar con un admirador de Hitler o Mussolini? ¿En dónde encontraríamos los puntos de coincidencia, si de entrada su totalitarismo le impediría escucharme?

En una columna anterior me referí al avance de los movimientos de extrema derecha en el mundo, sin que ello deje exenta a la extrema izquierda de representar similares peligros. Ya se sabe que demasiado al este, es el oeste.

Han arribado al poder -o pueden hacerlo- disfrazados de partidos democráticos. Bajo esa piel de cordero, hay un lobo que se revela cuando tiene la legitimación que le brinda el voto democrático. Y que se aprovecha del temor ciudadano en tiempos de crisis, que hace que se busque el mal llamado “sentido común” -un sentido nada confiable- en la toma de decisiones; que apoya a todo lo que impulsa a lo que se nos parece; que habla de un supuesto tiempo mejor de nuestros abuelos y también de la incapacidad de muchos de los líderes de los partidos democráticos.

Trabajan sobre la nostalgia que hace que creamos que todo tiempo pasado fue mejor. Opera sobre nuestros miedos y nuestras pulsiones más profundas; el hartazgo y la indignación. Pero es una trampa: detrás de sus consignas razonables, está la pérdida de derechos y la vigencia del individualismo y la ley de la selva, aquella en la que sobreviven sólo los fuertes y se desampara a los vulnerables.

Por eso es una buena noticia que un partido con un líder democrático haya ganado en el país con una de las economías más importantes del mundo y nuestro principal socio estratégico en el MERCOSUR.

Porque podremos discutir políticas y no recibir insultos burlones de su Primer Mandatario. Porque se dejará de confundir al COVID 19 con “una gripecinha” para terminar teniendo la segunda tasa más elevada de defunciones en el mundo; porque tendremos a un líder que nos considera a los argentinos como hermanos y no como un espejo en el que jamás hay que mirarse.

Los argentinos tendremos que elegir a nuestros próximos gobernantes muy pronto. Hoy, la cabeza está en la inflación, el Mundial de Fútbol y cierto hartazgo que gran parte de la dirigencia política logro imponer en la ciudadanía.

Veremos si somos capaces de madurar o si la destrucción del adversario sigue siendo la norma que guíe las acciones electorales.

En medio de todo, surgen los cantos de sirenas que prometen orden, estabilidad, seguridad. Pero con un precio muy elevado y que terminan pagando siempre los mismos, a costa de su economía, de sus derechos y su futuro.