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Entre los militares se llama “fuego amigo” a los disparos recibidos desde el propio bando. No se supone que fueron hechos a propósito, sino por impericia, por incapacidad o errores de planificación.

Por Pablo Borla

Esta expresión ha pasado del ámbito militar al político, y dentro de las internas de un partido o de una alianza, generalmente hay una convención tácita: si me vas a criticar o señalar públicamente mis errores como parte de tu campaña de posicionamiento o por simple desacuerdo, que sean pataditas en los talones y no puñetazos en el estómago. Con eso basta, ya que al fin y al cabo somos del mismo bando.

Últimamente, sobre todo en el Frente oficialista, el fuego amigo hasta cobra víctimas, y entiéndase por ello a funcionarios que deben dejar su puesto y con eso dejar caer un acuerdo inicial en el reparto del poder. A veces algunas circunstancias hablan de bandos en pugna, pero con tantas diferencias que lo único que parece importar es quien se impone y no las consecuencias para el Frente en sí mismo o para terceros -los ciudadanos-, que venimos a ser una especie de “daños colaterales” en esa guerra.

La historia latinoamericana nos cuenta muchas anécdotas del “fuego amigo”.

Recuerdo al general Ignacio Zaragoza, en México, luchando en la histórica batalla de Puebla con soldados indígenas descalzos, contra la victoriosa y bien equipada escuadra invasora francesa de Napoléon III, a quien logró vencerla. Antes y durante la contienda, los conservadores y el clero mexicano alentaban al triunfo francés, descaradamente. Luego de la victoria, el general Zaragoza manifestó que a veces le “daban ganas de apuntar los cañones hacia adentro”.

Y ni hablemos del general Martín Güemes, que debió soportar a la aristocracia de su época haciendo acuerdos y pasando información a los españoles invasores.

En ello, muchas veces es sutil la línea que separa la disidencia de la mera traición.

En el Frente que ejerce el Gobierno nacional, hay líneas internas tan diferentes, con una mirada política y una concepción de la administración de la República tan distantes, que parece increíble que formen parte de una misma facción.

Hay integrantes enojados desde el inicio con Cristina Fernández por haber elegido, sin demasiado consenso y por medio a un tweet, al candidato del Frente. Vienen sometiendo a Fernández a una serie de descalificaciones en lo económico, en la política exterior y hasta en lo sanitario, casi desde el 10 de diciembre de 2019, como si él fuera parte de la oposición.

Otros, en cambio, se mantienen expectantes a los movimientos y expresiones de Cristina Fernández y avanzan con las críticas hasta donde los dejan hacer. No hablamos de personalidades menores sino de, por ejemplo, uno de los máximos dirigentes de la Cámpora como el ministro bonaerense Andrés “Cuervo” Larroque o, cuando no, el mismo hijo ilustre Máximo Kirchner, quien, conocedor de la importante incidencia simbólica de su apellido, prefiere las acciones y no tanto las palabras, salvo en circunstancias muy bien planificadas.

Hoy, Cristina calla, a excepción de contadas y elegidas ocasiones. Pero su mentalidad de ajedrecista no mueve piezas en vano y va manejando los tiempos. Sus palabras, su capacidad de disparar “fuego amigo”, superan ampliamente a las pataditas en los talones, pero aun pudiendo hacerlo, evita el golpe que derriba, el que partiría el Frente sin posibilidad de volver atrás.

Alberto, mientras tanto, es el boxeador de largo aliento que resiste, esquiva y necesita que el tiempo pase, que la cercanía electoral achique los márgenes de la disidencia. No quiere que nadie le diga que él destruyó el Frente. No quiere echar a nadie, quiere que los díscolos se vayan solos, como el secretario Feletti. Y ahí coloca sus piezas. Y espera, tratando de que su escasa tropa propia no lo abandone; sembrando la esperanza del 2023.

¿Cuánto podrá estirarse la cuerda sin que se rompa?

Hoy hay disputas, sobre todo mediáticas. Nadie quiere caer en el Noveno Círculo del “Infierno” de Dante Alighieri ni ser el traidor que quiebre, que desarme, que abra la puerta de par en par para que un radical, un macrista o quien sea de la tropa variopinta de la oposición, se siente en el incómodo pero tentador sillón de Balcarce 50 en 2023.

Hay un pecado capital que condena al dirigente político a la derrota, tarde o temprano, y que Dante -ya que lo mencionamos- lo refleja en su obra: la soberbia.

La soberbia, por sobre todo, es una suerte de superioridad moral autopercibida que nos impide llegar al diálogo, al consenso, a la actitud republicana del que sabe que no es el dueño único de la razón y que de los acuerdos llegan las certezas y se pueden marcar los rumbos.

Más de 47 millones de argentinos -meros espectadores- dependemos de que el oficialismo y la oposición terminen de arrojarse “fuego amigo”, dejando de lado la convicción de creerse poseedores de una verdad única y se ocupen de lo que deben, porque nuestro destino y el de nuestros hijos se juegan en ello.

Ojalá sea pronto.