Por Pablo Borla
Entre 1860 y 1930 arribaron a la Argentina alrededor de seis millones de europeos. Para 1875, habían ingresado a la Argentina 68.277 nuevos inmigrantes, la mayoría de ellos italianos y españoles. Desde 1870 hasta 1890, arribaron 1.500.000 personas más.
Durante la última etapa de este período, llegaron cientos de judíos rusos refugiados, irlandeses, alemanes. Hacia 1920 vivían en Argentina alrededor de 150.000 alemanes, lo que representaba el 2,3% de la población total. También recibimos un importante grupo de inmigrantes sirios y libaneses.
A fines del siglo pasado, la mayoría de los inmigrantes provinieron de países limítrofes y en la última década se notó la llegada de venezolanos y colombianos.
En nuestra historia, ha sucedido que las oleadas inmigratorias importantes las constituían personas que venían escapando de la miseria de la guerra y la posguerra.
Algunos venían solos, pensando en asentarse y traer al resto de sus familias. Otros, con sus esposas, esposos e hijos.
El denominador común era la esperanza de prosperar en un país que parecía prometedor para aquellos que estuvieran dispuestos a trabajar, con grandes campos para cultivar, enormes extensiones de tierra despoblada y mucho por hacer.
Para una Europa hambrienta, Argentina era el granero del mundo, con su modelo económico agroexportador de cultivo extensivo, con una franja central del territorio sumamente fértil y con espacio para que la ganadería prospere casi a la mano de Dios.
Pero en la última década, sobre todo desde el uso masivo de las redes sociales, ha comenzado la circular una versión idealizada del exterior, sobre todo de Estados Unidos y la Unión Europea, que los convierten en la tierra de la justicia, la legalidad, la honestidad y la meritocracia. Una nueva “Tierra de oportunidades” para los argentinos cansados, frustrados hasta el hartazgo de idas y vueltas políticas, de promesas incumplidas, de corralitos (que los jóvenes no vivieron, pero escuchan de sus mayores), de corrupción y burocracia, de falta de reglas, garantías y exceso de injusticias.
Tres acotaciones respecto de esto: ni los países de Europa ni los EE.UU son tan perfectos como la fantasía popular pretende, aunque gozan de mejor nivel de vida e instituciones sólidas, en su mayoría. Otra: Argentina no es sólo lo que nos frustra de ella, sino también lo que la hace amable y hermosa de vivir: mucha gente solidaria y empática que lucha y se resiste a que sólo lo malo sobreviva; una comunidad que todavía hace del afecto familiar y la amistad un estilo de vida, una cultura y una ciencia maravillosas y vivas, sobrevivientes “a pesar de” y no “gracias a”.
El tercer concepto que puede desprenderse de esa situación es más amargo y desesperanzador: en algunas comunidades, menos aferradas a la tierra y las tradiciones, más citadinas, la emigración se ha vuelto no sólo un sueño sino un valor y se admira a quien ha logrado irse de nuestro país y tener éxito -por lo menos económico- en el exterior.
El emigrado exitoso ha alcanzado al vivo en el podio de las aspiraciones del ciudadano urbano, joven y mundano.
Este sentimiento ha sido impulsado e incentivado con premeditación por algunos medios de comunicación de alcance nacional, mediante la publicación habitual de ejemplos de personas que han conseguido sus objetivos en el exterior. Esto no es un simple mensaje de aliento, sino también una política de desmotivación hacia la población, cuando esos medios, que en un gobierno romantizaban o justificaban la pobreza, en otro se encargan de recalcar lo mal que se vive aquí y las ventajas de abandonar el país.
A pesar de ese bombardeo desalentador, Argentina no es el país latinoamericano con mayor emigración de su población sino Uruguay con el 18.3%, siendo que es el país que es frecuentemente utilizado por esos medios y algunos periodistas -al igual que Chile antes de Boric- como el modelo a seguir.
Luego, en cantidad de emigrantes, siguen Venezuela, Bolivia, Chile y Colombia antes de Argentina, que tiene un 2,3% de su población emigrada, según la División para el Desarrollo Social Inclusivo de la Organización de las Naciones Unidas.
En la antigua Grecia, el peor castigo no era la muerte sino el destierro, porque implica dejar atrás gran parte de lo que conforma nuestra identidad.
La Patria no es en vano. Cuando nos vamos, debemos construirnos nuevamente.
No estoy en contra de que cada cual siga su destino y busque su progreso en donde considere que puede encontrarlo, pero me molesta mucho esa tendencia que se ve en las redes sociales de personas que emigran al grito de “Chau, me voy, país de... (Ud. ponga aquí lo que se le ocurra)”. Es decir, hay una necesidad de irse a los gritos, dramatizando, dejando en claro que de aquí en más, Argentina deberá sobrevivir sin su destacada presencia.
Porque si algo caracteriza a la modernidad, es la puesta en escena y cuanto más llamativa, mejor.