Por Pablo Borla
En una era de susceptibilidades extremas y de ofendidos perpetuos, acechan polvorines dispuestos a explotar ante cualquier chispa, en este país nuestro que tiene tantas cosas sin resolver o tantas otras resueltas, pero sin consensuar, de tal manera que el resentimiento generado por la batalla perdida surge ni bien la oportunidad aparece, ni bien una chispa hace estallar el polvorín del odio hacia el otro, pero sobre todo hacia quien es diferente y por ello parece inaceptable.
Nos ha conmovido profundamente la historia del pequeño Lucio Dupuy, un pequeño indefenso, vulnerable, maltratado y vejado, golpeado y asesinado presumiblemente por su madre y su pareja.
Desde el dolor y la solidaridad que han surgido de esta historia impactante emergen, por una parte, la necesidad de reconsiderar los tiempos y los procesos de la Justicia, pero también los prejuicios en ella y fuera de ella, que imponen a la figura paterna un lugar secundario, o por lo menos relegado, respecto de la crianza y a la tenencia de los hijos.
De la mano del modelo tradicional de familia -aún fuertemente arraigado- tanto en lo social como en lo jurídico, existe un esquema que predetermina que las mujeres poseen una mayor aptitud o idoneidad para hacerse cargo de la custodia de sus hijos. Puede que haya muchos motivos positivos para avalar esta postura, pero no debiera ser la regla a priori, como un axioma indefectible.
La filósofa argentina Roxana Kreimer, en un reportaje recientemente realizado por el portal INFOBAE, afirma que “En el caso de Lucio Dupuy, se adoptó un prejuicio sexista en favor de las madres” y destaca que asociaciones civiles como Infancia Compartida “también muestran cómo los hombres, en este tipo de situaciones, sufren la obstrucción del vínculo con sus hijos, padeciendo la negligencia de los juzgados, que a menudo demoran más de la cuenta en autorizar su reconexión con el menor”.
Kreimer también afirma que “No es justicia patriarcal sino hembrismo el que, tras advertir a la policía dos veces que un niño fue golpeado, la madre mantuviera la tenencia. Se perjudicó al niño asesinado por su madre, al padre y al tío”.
Otra cuestión que deviene del caso, es que fue notorio que la condición sexual de la madre de Lucio sacó a relucir un prejuicio agazapado: en muchos foros, sobre todo de las redes sociales, fue relacionada su elección sexual con su condición moral, como si la una derivara de la otra.
La madre de Lucio y su pareja fueron la chispa del polvorín del prejuicio sobre la homosexualidad, que surge porque, aunque la Ley avale una situación determinada como legal, eso no significa que todos, inmediata y automáticamente, estén de acuerdo con ella.
El infanticidio -esa palabra tan aberrante, tan increíble, tan contraria a la condición humana- es siempre una situación dolorosa y abrumadora. En este caso en particular, ha despertado repudios que no se limitan al terrible asesinato de un niño, sino que se desplazan también hacia la misoginia y la lesbofobia.
La aparición de testimonios gráficos que muestran a la madre del pequeño participando de marchas a favor del aborto, su condición de pareja de otra persona de su mismo género, ha motivado que su elección sexual o sus convicciones políticas se conviertan, para mucha gente que así se ha expresado, en un agravante.
Y es necesario dejarlo claro: si ambas mujeres torturaron, vejaron y finalmente asesinaron al pequeño Lucio, esto tiene que ver con su atrocidad moral y no con su elección sexual.
Es habitual ver estallar los polvorines del odio agazapado cuando la oportunidad surge, como una chispa, degradando al otro por el color de su piel, por su condición de migrante, por sus creencias religiosas, por su militancia política; en suma, por ser diferentes de quien tiene el derecho de opinar y lo ejerce para odiar y no para construir.
Hay en esto una suerte de militancia que echa la culpa de los males del mundo a las minorías sexuales, raciales, religiosas o políticas.
Muchas veces se distribuye entre susurros, para no ser políticamente incorrectos. Pero en determinadas circunstancias y sintiéndose avalado por ellas, emerge furioso, como ese perro que surge detrás de las rejas para ladrarnos, para darnos un susto tremendo y hacernos saltar de la vereda, aunque sólo pueda hacer eso: ladrar su furia, su rabia, su impotencia por un mundo que no se acomoda a su pensamiento.