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El derecho a una muerte autodeterminada debería ser visto seriamente como parte de los derechos humanos para el pleno goce de la individualidad. Sin delirios suicidas ni impulsos por miedo, ¿por qué no decidir cuándo morir?

Por Franco Hessling

La conciencia sobre la finitud de la materia, es decir, tener pleno conocimiento de que vamos a morir, torna baladí algunas discusiones sobre el buen vivir y el buen morir, sobre la vida y la muerte, sobre la vida después de la muerte. Amén de esos debates que distraen la atención sobre lo importante podríamos plantearnos que esa conciencia sobre la finitud desencadena dos grandes reacciones.

Los que temen y los que aguardan. Por supuesto, ambos dentro del rango de quienes no son suicidas, personas con voluntad de vida que le temen a la muerte y personas con voluntad de vida que aguardan su muerte. Entre los que tienen miedo a la muerte pueden sembrarse toda clase de alucinaciones necrológicas, cuanto más si se trata de miedosos paranoicos.

¿Los torturados mueren de dolor? Me pregunto si hay algún momento de un trato cruel que pueda hacernos morir biológicamente. Psicobiohistóricamente. Morir de tanto dolor, ¿es posible? Jamás elegiría una muerte así. Elegir morir, visto desde ese punto, es menos un bobo acto suicida que una decisión atinada.

El derecho a una muerte autodeterminada no ha sido enunciado así hasta el momento, pese a los estudios sobre necropolítica que ha venido publicado de este lado del Atlántico la mexicana Adriadna Estévez, y que demuestran que, como dispositivos de poder, la biopolítica y la necropolítica son complementos.

Conscientes de nuestra finitud individual y de los dispositivos necropolíticos de las sociedades contemporáneas, el derecho a una muerte autodeterminada se torna de primera necesidad. Morirme como yo quiera. Pero no para volverlo una mercancía, no para que haya negocios de matarifes de humanos que te ofrezcan variadas experiencias para morir, en cómodas cuotas que se terminarán de pagar cuando todavía no se haya cumplido un año de la fecha de muerte.

Los alcances de ese derecho son menos para los temerosos, a quienes habría que ponerles muchos filtros antes del permiso de muerte. Son, más bien, para los que aguardan la muerte y que podrían verse obligados a una vida decadente en sus últimos años, sólo por voluntad de alguna parentela aferrada a la idea de mantener vivos a todos los que amamos, todo el tiempo que podamos.

Para los suicidas, mejor evitar el derecho. Pero por qué no sacar el suicidio de un sitial de crimen/delincuencia autoinflingida. La moral burguesa sobre la vida, sobre estar vivos a cualquier precio, puede ser cuestionada desde muchos puntos de vista. Para los temerosos, manejarlo con calma. Para todos los demás, la necesidad de que morir sea una decisión atinada en tal o cual momento, pero propia. Ni voluntad divina ni natural-exógena. Morir cuando uno quiere morir.