Franco Hessling Herrera

La subyugación al imperialismo yanqui no es sólo económica, es también cultural y política. El problema de esa vocación cipaya está en que Argentina dejó de ser un país en el que ser un ignorante, un abusador o un mentiroso da vergüenza. Y esos valores, son los que necesitamos recuperar.

Argentina fue catalogado muchas veces como el país latinoamericano con más reflejo de las bondades y miserias de los colonos europeos. En la idiosincrasia nacional se hallan una infinidad de elementos que así lo reflejan y que han valido análisis sobre el sesgo eurocentrista que ha constituido desde su génesis al ser nacional argentino. Desde una mirada benevolente que obvie las razonables objeciones decoloniales, ello no constituye un rasgo de cipayismo en sí mismo, puesto que también la cultura occidental europea acarrea bagajes muy encomiables en torno a la literatura, la música, los debates sociales, las ciencias, las artes escénicas, la gastronomía y un largo etcétera de aspectos que contribuyen, por ejemplo, a valorizar el saber, la libertad y los buenos modales, entre muchas otras cosas.

Más específicamente, la Argentina arrastra muchas similitudes culturales con la tradición grecolatina, cuna de la cultura occidental, aunque con ciertas distinciones al respectos de los galos, los germanos, los nórdicos, los bálticos, los eslávicos y los anglosajones. Colonias en el continente americano, por ejemplo, sólo tuvieron los portugueses, los españoles, los británicos y en mucha menor medida los franceses. La música italiana en los conventillos, la organización sindical de los anarquistas ibéricos y las vestimentas emperifolladas y con cinturones, entre varias otras cosas, son testimonio fehaciente de esas influencias y de cuánto calaron las tradiciones europeas y cosmopolitas en la cultura argentina y en las aspiraciones de su población.

Sólo Costa Rica ha recibido tantas acusaciones de eurocentrismo como Argentina en el extenso grupo de países que integran el subcontinente latinoamericano. Más por sus tradiciones políticas republicanas y democráticas, con un orden económico menos ajetreado, pero ese país centroamericano también podría marear a turistas desatentos. Otro tanto se ha dicho de Uruguay, aunque con más narrativa que evidencias. De San José, en cambio, se dice que es una capital con aires tan europeos que un suizo podría confundirse y creer que está de paseo por calles desconocidas de Basilea, o un sueco experimentar el mismo desaguisado confundiendo algunas plazas con los espacios verdes de Estocolmo. Argentina confunde igualmente con el nivel de sus universidades, con su capacidad científica pese a las módicas inversiones y con su asombroso desarrollo artístico, que va desde las letras hasta una calle en Buenos Aires atestada de teatros.

En lugar de machacar con el eurocentrismo que dio lugar, por ejemplo, a invisibilizar los pueblos pre-existentes en estas tierras, recuperemos aquellos elementos positivos de las raíces de la idiosincrasia nacional. Por ejemplo, la tradición iluminista tan propia de la racionalidad occidental que, bien vista, es un enaltecimiento del saber razonado, del conocimiento consolidado a través de la reflexión, de las verdades que se objetaron a través de los más potentes argumentos. Mal vista, claro, es una ordenación jerarquizada que desprestigia lógicas y saberes de otro tipo, a veces incluso más útiles y palpables que los de la razón científica y técnica, que los teóricos de la Escuela de Frankfurt llamaron “razón instrumental”.

Bien pensada, esa herencia iluminista que matizó la idiosincrasia argentina con aspiraciones eurocéntricas como el refinamiento artístico, la densidad cultural y los estudios rigurosos con vuelo científico, está siendo estrangulada por lo más rancio de la cultura anglosajona: el neoliberalismo consumista de los Estados Unidos. Ni siquiera los ordoliberales -neoliberales alemanes- ni los economistas neoclásicos -neoliberales austríacos- han tenido un fervor tan evidente con la bobera, el vacío, la argumentación caprichosa y las loas exclusivamente al dinero, la prosperidad pecuniaria y el desarrollo individual burlesco, supremacista y desinteresado del bien común. Tales preceptos, a veces solapados y a veces desembozados, tienen gurús intelectuales como Gary Becker o Milton Friedman, de quien se sabe que participó personalmente en pergeñar golpes de estado en el backyard nortemaricano.

La cultura norteamericana neoliberal y consumista, en esa variante en particular, es una oda al mal gusto, las costumbres repulsivas, la indiferencia y la insensibilidad, y el consumismo al extremo de explotar en obesidades obscenas, tanto en los cuerpos como en los bienes. El valor por excelencia de esa cultura es la distinción a través del éxito económico, por medio de la capacidad de consumo. Cuanto más dinero acumulo y más lo ostento, más exitoso soy, ergo, más bienhechor y distinguido, más digno de encomios, lisonjas, y reconocimientos. Es tan fuerte la disonancia cognitiva a la que puede llevar ese modelo lógico para discernir entre buenos y malos que hasta puede hacer que algunos crean seriamente que Donald Trump -misógino, xenófobo y mitómano- es digno del Nobel de la Paz.

Bajo esa mecánica de razonamiento, como el éxito sólo se mide por el dinero y la capacidad de consumo, sin importar de donde provenga ese dinero, los evasores son considerados héroes, tal como lo bramó Javier Milei, sin ruborizarse, haciendo apología de un delito desde su investidura presidencial. Por eso estudiar en una universidad se desdeña porque es muy largo y no garantiza que uno vaya a terminar rico, como sí podría ocurrir con el narcotráfico, el sicariato o la prostitución VIP. Esa escala de valores es la que mantiene a la juventud argentina en un estado de marasmo expectante, por plata fácil y consumos suntuarios, sin tener oportunidades reales ni de enriquecerse, ni de innovar ni de emprender con suficiente rentabilidad. Para colmo, por si alguien se da cuenta rápido y se arrepiente de la salida facilista, ahora quieren quitar las otras posibilidades históricas que estribaban en destacarse por el esfuerzo, el profesionalismo y la calidad de la formación.

Si no queremos más narcotráfico, más prostitución, más jóvenes ni-ni y toda forma de decadencia la ecuación es tan sencilla como “Bessent o Argentina”. No ser una colonia, no seguir obcecadamente al matón continental, no subordinarse al imperativo del dinero a costa de cualquier cosa, no ejercer la prostitución con bienes comunes como programa de gobierno. No sacrificar el presente y mucho menos el futuro. Que ser un ignorante vuelva a dar vergüenza. Que humillar al débil sea una afrenta. Que burlarse del otro sea ridículo. Que mentir, mentir y mentir se pague con menos votos, más cárcel y sin balas. No se paga con la misma moneda, se enseña con el ejemplo. Por una Argentina digna de nuevo: La Libertad, esa libertad, Atrasa.