07 31 hesslingFranco Hessling Herrera

Una grandiosa evidencia sobre la disposición a hacer seguidismo de un gobierno que no les garantiza ganancias están demostrando los explotadores en Argentina. Pero, además, demuestran su carencia de vocación por la grandeza.

A partir de un estudio reciente y de uno de hace unos 40 años, decíamos la semana pasada que aunque hay suficientes pruebas de que trabajando menos y en mejores condiciones se produce más y mejor, cada vez se trabaja más. Sin embargo, cada vez se trabaja más y con peores condiciones

Por ejemplo, el pluriempleo, el subempleo y el crecimiento de la informalidad laboral. Es una quimera tener un único trabajo y que no haya que trabajar más de 8 horas por día, 5 días por semana. Una grandísima mayoría de las personas depende de “ingresos pasivos” para complementar las remuneraciones por su trabajo, o se ven forzadas a dinámicas de autoexplotación que van desde changas para completar el puchero hasta emprendimientos que terminan por robarse la vida entera de quienes los encaran.

Del planteo sobre el tiempo y la optimización del trabajo surgía la inquietud sobre las decisiones empresariales e industriales al respecto de las jornadas laborales. En principio, tomando al homo oeconomicus de J.S. Mill con su interés particular y su elección racional siempre por delante de cualquier sesgo psicológico, moral o emocional, no habría motivo para explicar que el empresariado y los industriales, digamos para sintetizar los explotadores, eviten mejorar sus utilidades. Esa elusión, entonces, no se explicaba por un cálculo matemático exclusivamente, donde se tomen las ganancias netas. El tema estriba en que para esa mejora en el rendimiento también habría que mejorar las condiciones de vida y trabajo de los trabajadores, abriendo así la posibilidad de que sean más libres y tengan más tiempo propio para disponer de organizarse colectivamente, participar de eventos sociales, deportivos y culturales, entre otras cosas.

Como la economía es política, el asunto no estaba exclusivamente en las utilidades netas. El punto central es la dominación de unos sobre otros, explotadores sobre explotados, opresores sobre oprimidos, en los términos del trillado Freire. Si los explotados tienen mayor tiempo libre y, en general, son más libres, entonces las posibilidades de que se agrupen para modificar el status-quo y la situación cristalizada de las relaciones sociales de producción es mucho mayor que si la mayor parte de su tiempo están alienados, aunque eso haga que sean menos productivos. La explicación es sencilla, se trata de una cuestión de dominación y no de maximizar las ganancias.

La conclusión se desprende sin demasiados esfuerzos de egregio: los explotadores están dispuestos a relegar ganancias, incluso a perder un poco, siempre que eso se traduzca en continuar con su situación de dominación, con el yugo al que someten a los explotados. Entiéndase que es una conclusión sociológica, no legal. No es ilegal explotar en el capitalismo, ni el sometimiento de los oprimidos es a fuerza de coacciones explícitas. Se trata de un sistema donde se naturaliza el fetichismo de la mercancía, pero también la fetichización del ser humano.

Por eso, no es casual que cuando Marx -el más genial crítico del régimen capitalista como modo de producción- se refiere al sistema de asalariado como forma de dominación y extracción de plusvalía lo haga considerando el “tiempo de trabajo socialmente necesario”. Porque para dominar no basta con extraer plusvalía ni con calcular costos, para dominar no basta tampoco con generar ganancias. Para dominar hay que poder manejar el tiempo de vida de los explotados, enajenarlos como sujetos, no sólo como trabajadores. El riesgo de ofrecer más libertad a los oprimidos, más tiempo para sí mismos, no es únicamente que sean más felices, sino que se organicen colectivamente y adviertan que, aunque más felices, siguen siendo explotados. Por eso los empresarios e industriales están dispuestos a perder un poco, o incluso mucho, cuando se trata de que los trabajadores pierdan más -no dinero, sino autonomía-.

El pornográfico cuadro que ofrece la realidad argentina actual hace ostensible una inmejorable demostración de ello. En la actualidad está perdiendo el polo agroexportador -la exención a las retenciones no oculta que el dólar está atrasadisimo-, están perdiendo los comerciantes -puede no haber demasiada inflación, pero el congelamiento de la economía interna tiene frenado el poder de consumo- y están perdiendo los industriales -la liberalización de los mercados resta competitividad a la producción vernácula-. Y todos esos sectores se mantienen impávidos en su acompañamiento al programa de LLA. Se mantienen sin retirar su apoyo obcecado al oficialismo de la motosierra. Ello se evidencia con detalles en el último libro que compila el periodista Alejandro Bercovich, “El país que quieren los dueños”.

El libro en cuestión ofrece evidencia sobre esa disposición a perder ganancias para ganar dominación que tienen distintos sectores claves de la economía argentina: los agroexportadores, las burguesías decimonónicas, los gigantes tecnológicos y las firmas relacionadas con la energía y los servicios básicos. Pero, además, en la introducción que ofrece Bercovich queda latente una cuestión todavía más seria y propia de la realidad argentina, no del capitalismo en general. Aparentemente, la clase explotadora nacional no tiene vocación dirigencial, no quiere ofrecerse como opción de prosperidad para la comunidad imaginada, para el país, para la patria. Es cada vez más mezquina y reacia a ser vanguardia de conducción. Se conforman con seguir ganando -utilidades o dominación-, aunque queden asimilados a la miserabilidad, la crueldad y el ridículo, los estandartes del gobierno que encabezan los Milei, Caputo, Bullrich y Sturzzeneger.