06 01 casallaPor Mario Casalla
(Especial para Punto Uno)

En un 30 de mayo de 1959, frío seguramente como todos los mayos bonaerenses, se despedía Raúl Scalabrini Ortiz de entre nosotros. Historiador, filósofo, escritor, periodista, agrimensor e ingeniero de profesión, que fue apodado por muchos de sus pares como “el profeta nacional” por su anticipación en la denuncia del dominio práctico que ejercía el imperio británico en nuestro suelo.

Nadie como él para poner al descubierto la trama de los intereses ingleses en la historia argentina y latinoamericana y la forma como estos influyeron en la conformación de nuestras jóvenes y dependientes nacionalidades. Supo ver que detrás del desarrollo de las ubérrimas pampas argentinas, la mano oculta de la diplomacia y el comercio inglés y sus reales intereses económicos.

Durante la década del ’30 del siglo pasado, estudió con detenimiento y precisión el notable progreso argentino -a cien años de la independencia de España- y llegó a una conclusión inapelable: no es el desarrollo autónomo de un pueblo libre y dueño de sus propias decisiones, sino el de una colonia relativamente próspera, en tanto y en cuanto trabajara como factoría al servicio de Inglaterra. Al actual gobierno nacional y a varios provinciales, esto de la dependencia, les suena hoy ya como la cosa más natural del mundo.

 

Una ilusión falsa

Menos brutal y visible que en el caso de la economía minera boliviana –y precisamente por esto mucho más difícil de advertir-, la dependencia económica argentina respecto de Gran Bretaña se expresa escondida en los subterfugios de un patrioterismo escolar.

Así, en medio de una Argentina presumida, que cree estar al margen del resto de América Latina, que se veía a sí misma como “la París de América” y que creía por eso mismo estar a salvo de las grandes crisis que se aproximaban a nivel mundial, Raúl Scalabrini Ortiz – “El hombre que está solo y espera”, tal cual reza el título de una obra suya publicada en 1931- denunciaba: “Todo lo que nos rodea es falso e irreal, falsa la historia que nos enseñaron, falsas las creencias económicas con que nos imbuyeron, falsas las perspectivas mundiales que nos presentan, falsas las disyuntivas políticas que nos ofrecen, irreales las libertades que los textos aseguran”. Y esto no tiene nada que ver con ninguna “maldición metafísica”, ni con ninguna “degeneración congénita” que supuestamente pesara sobre el “ser nacional” de los argentinos o latinoamericanos (explicación muy a la moda entonces, tómense por casos a Murena o a Martínez Estrada), nada de eso.

Sí tiene que ver con mecanismos muy concretos y reales del despojo económico a que fueron sometidos estos pueblos por el colonialismo inglés cuando éste pudo reemplazar al español. Y lo decía sin medias tintas y sin pelos en la lengua: “La riqueza argentina es aparente, pues el capital extranjero invertido en nuestras tierras, inglés en su inmensa mayoría, constituye una enorme hipoteca que succiona día a día la sangre de los argentinos… Son 19.723 millones que reditúan aproximadamente unos mil millones anuales… El pueblo siente esa mole de números, ignorándolo. Los siente como una presión que lo rodea y desplaza de su propio país y que lo va transformando en un peón de campo que trabaja para que otros medren y gocen a su costa. Los siente como una fuerza que lo estrangula y va haciendo de él, hombre libre y orgulloso de serlo, un ilota… Los comerciantes ingleses cumplieron la obra que sus soldados no pudieron realizar en 1806”.

Sustituya usted en estos párrafos, amigo lector, la expresión “ingleses” por “norteamericanos” y tendrá una perfecta actualización al presente en esta descripción escrita hace ya setenta años. Y si quiere ser más preciso para el caso argentino, donde Scalabrini dice 19.723 millones ponga usted los millones en que acaba de endeudarnos el “Toto” Caputo y verá el camino peligroso que hoy a volvemos recorrer, de la mano de Mauricio Macri primero (y su autoproclamado “mejor equipo de gobierno de los últimos cincuenta años”) y a Javier Milei, que quien también rebautizó a Caputo como “el Messi de la economía”.

Como advertirá, en esta curiosa alquimia colonial argentina y latinoamericana, se cumple también el principio de la energía de Einstein: nada se pierde, todo se transforma. O si usted lo prefiere, piense en el mecanismo freudiano de la “repetición” que –convenientemente potenciado- desemboca en la psicosis (más comúnmente conocida como “locura”).

 

Volver a la realidad

Sin embargo, aquella Argentina opulenta de comienzos del siglo XX estaba orgullosa de sí misma. Más aún, por la boca de algunos de sus prohombres, se vanagloriaba de ser prácticamente una factoría inglesa en Sudamérica.

En 1933 había firmado con Inglaterra un tratado de comercio (conocido como Pacto Roca-Runciman) y los “cables” transmitían desde Londres que el jefe de esa misión comercial argentina (y a la vez vicepresidente de la Nación!), Julio A. Roca (h), decía –sin ponerse por ello colorado- “La Argentina, por su interdependencia recíproca, es, desde el punto de vista económico, una parte integrante del Imperio Británico”. Ante lo cual, un miembro de la Cámara de los Comunes, devolviendo la gentileza, opinaba: “Siendo de hecho la Argentina una colonia de Gran Bretaña, le convendría incorporarse al Imperio”.

Aquélla Generación del Centenario aceptaba (hasta con gusto) esa mentirosa propuesta, esperemos que la actual despierte a tiempo. Porque tampoco los EEUU de Trump nos darán a nosotros la ayuda que sí prestarán a su madre patria y aliada fidelísima (Inglaterra). Puerto Rico fue la última y generosa excepción que los EEUU le hicieron a un país latinoamericano.

Hoy tampoco quieren “estados libres asociados”, sino mercados emergentes y compradores que –conservando sus propios atributos nacionales- sean buenos clientes, algo mucho menos oneroso al estado metropolitano del cual sí dependerán en lo económico y financiero.

Por aquellos años 30 del siglo pasado, el entonces asesor “argentino” de los ferrocarriles ingleses que circulaban por el país, sir William Leguizamón, remataba –poéticamente- los cables noticiosos que llegaban de Londres, declarando: “La Argentina es una de las joyas más preciadas de la corona de su Graciosa Majestad”. Frente a tanta obnubilación e hipocresía, el mensaje de Raúl Scalabrini Ortiz era tan sencillo como radical: “Es necesaria una virginidad a toda costa… Es preciso mirar como si todo lo anterior a lo nuestro hubiera sido extirpado”. Coincidía, sin saberlo por supuesto, con aquella definición de la política que la joven Hannah Arendt venía incubando del otro lado del Atlántico: la política como “el arte de hacerlo todo de nuevo”.

Por esto y a pesar de todas esas realidades económicas –o más precisamente, por ellas- en la portada de “El hombre que está solo y espera”, escribía en 1931: “Estas no son horas de perfeccionar cosmogonías ajenas, sino de crear las propias. Horas de grandes yerros y de grandes aciertos, en que hay que jugarse por entero a cada momento. Son horas de biblias y no de orfebrerías”. Tenía tan sólo 33 años y parafraseando a Paul Nizan no podía precisamente decir que se tratara “de la edad más hermosa de la vida”.