Por Abel Cornejo
Cinco años después del último gobierno del Frente Amplio, Yamandú Orsi volvió a ser ungido presidente de la República Oriental del Uruguay, derrotando a Alvaro Delgado que era el candidato oficialista impulsado por el presidente saliente Luis Lacalle Pou, quien dicho sea de paso se retira del poder con un amplio consenso favorable a su gestión.
La escena transcurre en la otra orilla del Plata, es decir del otro lado del charco como les gusta referirse a los viejos uruguayos por su cercanía a la Argentina. Yamandú Orsi, lejos de elegir un discurso confrontativo, manifestó que a un país se lo construye como una pared, en el que cada uno de los sectores políticos deposita su ladrillo para ir levantando, porque el consenso es la base para el desarrollo de las naciones. Leer estas declaraciones no es una película de ficción, sino una realidad en la cual el pueblo uruguayo hace un culto. El respeto y el diálogo forman parte de sus buenas costumbres políticas.
En esa línea se inscribe el histórico abrazo de Pepe Mujica y Julio María Sanguinetti, cuando ambos se despidieron de sus bancas senatoriales. Ninguno de los dos jamás coincidió en nada. Ni siquiera en su forma de vivir. Sin embargo, pese a que en la juventud estuvieron enfrentados, con el retorno de la democracia uruguaya fueron dos líderes constructores, que aun estando en veredas opuestas, se profesaron un profundo respeto. De hecho, en las últimas elecciones, Pepe apoyó a Yamandú y Sanguinetti a Delgado. Los dos, son íconos de un sistema de convivencia pacífica donde los grandes lineamientos del Estado son el fruto de acuerdos construidos a través del diálogo. A la vez, Uruguay demostró que no es cierto que la nueva derecha sea la única opción política que avanza en forma arrolladora, sino que el espacio para el centro y la moderación sigue ilusionando a miles de votantes en todo el mundo.
Debemos recordar que el fundador del Frente Amplio, Líber Seregni fue un general uruguayo profundamente comprometido con los valores democráticos y los derechos individuales. Los analistas coinciden que en el Uruguay los cambios sólo se notan en el mayor o menor énfasis puesto en las políticas sociales. Porque en términos generales, por ejemplo, en lo económico, tanto los gobiernos del Frente Amplio de Tabaré Vázquez o de Pepe Mujica fueron relativamente ortodoxos.
Aún con la vehemencia y el calor de la campaña electoral, lo que no cabe en la cabeza de ningún dirigente político uruguayo son los insultos, las descalificaciones, las pretensiones hegemónicas, ni mucho menos atribuirse el patrimonio de la verdad absoluta.
Tuve la suerte de conocer y tratar a Julio María Sanguinetti, quien me dedicó uno de sus libros titulado la Agonía de una Democracia. Esa obra abarca el período negro de la historia uruguaya que comprende los diez años previos a la asunción de Juan María Bordaberry, quien llegó al poder en 1973 por el voto popular y una vez en él, se los entregó a los militares, para luego convertirse en dictador. Los uruguayos aprendieron, que después de la dictadura que les tocó vivir en el marco de lo que fue el Plan Cóndor y la asunción de gobiernos militares en la mayoría de los países que conforman el continente sudamericano durante los setenta, el diálogo y los consensos son las únicas herramientas posibles para que un país funcione y sus instituciones sean libres. Para la dirigencia uruguaya la austeridad es una marca registrada en el ejercicio de la función pública y cuando tuvieron un caso de corrupción que sacudió al país, como fue el caso del ex vicepresidente Raúl Fernando Sendic, no dudaron en expulsarlo. Sendic es hijo del mítico dirigente tupamaro que llevaba el mismo nombre.
Mientras tanto, en nuestro país observamos, por ejemplo, que ante un reclamo absolutamente atendible de la Unión Industrial Argentina ante la apertura indiscriminada de las importaciones, el presidente de la Comisión de Presupuesto y Hacienda de la Cámara de Diputados de la Nación, José Luis Espert, les propinó un exabrupto irreproducible; a su vez el presidente Javier Milei le ordenó al canciller Gerardo Werthein no asistir a la celebración de los cuarenta años del acuerdo con Chile por el Canal de Beagle, organizado por el papa Francisco, porque se disgustó con el discurso del presidente chileno Gabriel Boric en la Asamblea del G20 -donde cabe acotar que la Argentina estuvo a punto de ser expulsada, previa gestión y reflexión a Milei del presidente francés Emmanuel Macrón- y a su vez no desautorizó la realización de un acto de corte fascista, en el que los discursos pronunciados nada tienen que ver ni con las formas ni las prácticas democráticas. El denominador común sigue siendo el vilipendio y la difamación de los adversarios como método sistemático de hacer política.
Una reflexión del economista Martín Rapetti que despertó la ira del gobierno, nos sirve para pensar sobre el triunfalismo actual, dijo que: ni siquiera en el momento de máximo atraso cambiario con Martínez de Hoz el tipo de cambio llegó a los $600 pesos de hoy. Las burbujas se alimentan de confianza, euforia y especulación. Y se pinchan. Vean la historia. Vamos a un tipo de cambio históricamente bajo. Un camino peligroso. Tal vez convendría por un tiempo que probemos ser Yamandú.