Por Mario Casalla
(Especial para Punto Uno)
Es común aludir al concepto de "nación" proyectando la experiencia y la concepción europea de ese término, como si se tratase de un universal sin más. Se ignora entonces (o se minimiza) que el “nacionalismo” y la “nación” originadas en Europa, están ligadas a circunstancias y procesos muy singulares que las diferencian de otras experiencias mundiales.
De aquí que resulte necesario mostrar esas peculiaridades para luego poder contrastarlas con las nuestras, lo que intentaremos hacer ahora, amigo lector.
Veremos esta cuestión en tres diferentes planos: el económico, el político y el ideológico. En todos ellos las diferencias son notables.
Como se formaron las nacionalidades europeas
En el orden económico -tal como lo han señalado los historiadores importantes del período- el nacimiento de las nacionalidades europeas está indisolublemente unido a la decadencia del feudalismo y de su sistema económico-social. Aquella economía estática de las corporaciones medievales -en la que el comercio y la producción eran considerados un provecho para la sociedad, con una ganancia limitada al servicio prestado- cede paso al sistema capitalista de producción que revoluciona la sociedad y sus instituciones.
En el nivel político, el desarrollo de las nacionalidades europeas está indisolublemente unido a dos luchas sociales bien específicas. En primer lugar, la lucha de las burguesías locales en contra del viejo señorío feudal y -al calor de ellas- el reagrupamiento de pueblos enteros dentro de nuevas fronteras geográficas, sobre la base de la afinidad de lenguas y de parecidas tradiciones culturales y raciales. Se constituyeron así los primeros "territorios" y monarquías nacionales europeas. En segundo lugar -terminadas ya esas luchas- el nuevo impulso nacional en Europa lo marcarán las luchas burguesas y republicanas contra la restauración de las monarquías absolutistas, sobre todo después de la derrota de Napoleón (1814) y el surgimiento de la Santa Alianza, que impulsaba la vuelta al antiguo orden.
Finalmente y ya en el nivel ideológico, esa última y decisiva etapa de consolidación de las nacionalidades europeas, protagonizadas por esas burguesías nacionales (siglos XVIII y XIX), tendrá como acompañamientos ideológicos el republicanismo, como sistema político, y el romanticismo, en el orden cultural.
Se trataba así de una interesante combinación que amalgamaba los ideales democráticos y humanitarios de la Revolución Francesa, con el logro de sociedades libres de tutelajes autoritarios y el ideal cosmopolita de la realización de la humanidad en el gran escenario de la "vida universal". Algo que Herder caracterizará como: "La Humanidad entera como una gran arpa en manos del gran maestro". Esto es propiamente lo que ‘exporta’ aquella Europa como modelo de desarrollo para las emergentes nacionalidades de su periferia: su republicanismo y su romanticismo, pero no la riqueza de origen que los sostenían, ni la experiencia política de su dirigencia en el manejo de los asuntos públicos. Precisamente por esto (¡pequeño detalle!) las numerosas copias que se hicieron aquí de su original, a partir del siglo XIX y las independencias criollas, resultaron siempre de una irremediable pobreza e inestabilidad, comparadas con el ideal europeo que buscaban imitar. En esto conviene siempre tener a mano la advertencia que Simón Rodríguez, el maestro de Bolívar, vociferaba ante sus contemporáneos: “¡Imiten la originalidad, ya que tratan de imitar todo!”.
La misma Europa era ya en cierta medida consciente de su diferente posición en relación con las realidades coloniales americanas, aun cuando vistiera su discurso público con ropajes universalistas. Tomemos por ejemplo aquel romanticismo republicano que la Revolución Francesa de 1789 elevara a la categoría de nueva religión universal: ¿cómo olvidar que cuando, por el tratado de Amiens les devuelven a esos mismos franceses sus colonias americanas, el decreto napoleónico del 20 de mayo de 1802 rezaba textualmente en su artículo primero: “En las colonias restituidas la esclavitud será mantenida conforme a las leyes y reglamentos anteriores a 1789”? O sea, había “libertad, igualdad y fraternidad” para toda la humanidad, menos para los haitianos. Singular forma “nacional” que suponía el mantenimiento, en el Nuevo Mundo, del feudalismo que ella misma rechazaba en el Viejo, esto en aras por cierto de sostener la rentabilidad colonial.
Como se formaron las nacionalidades latinoamericanas
De manera muy sumaria, destaquemos ahora algunos contrastes básicos. En primer lugar, que las diferentes naciones americanas resultan de la dispersión de la América Hispana y de su decadencia económica; situación exactamente opuesta a lo sucedido con las nacionalidades europeas que –como vimos- son fruto de la concentración geográfica y cultural, es decir, un síntoma de fortaleza.
En América latina las nacionalidades surgen más bien como fragmentos de un todo mayor y a partir de procesos con fuerte influencia exterior, antes que como decisiones libres y autónomas de estados soberanos que van concentrando poder, como lo fue en el caso europeo.
Somos hijos de la fragmentación y de la pobreza, antes que de la concentración y de la riqueza. De aquí que la integración social y regional, así como el desarrollo económico hayan sido el ideal inicial de casi todos los programas políticos iberoamericanos y que ambos -como valores deseables- sigan latiendo hasta el presente.
Ahora bien -dado este peculiar punto de partida-, no es de extrañar entonces la debilidad política básica con que nacen estas nacionalidades latinoamericanas; herederas a su vez de la debilidad estructural del imperio español que no pudo retenerlas y que se les transfiere agravada. En cambio, está claro que en Europa el proyecto de concentración de la riqueza, dio fuerza y sostuvo a los respectivos Estados nacionales que lo protagonizaron, los cuales contaban además con la exacción colonial como fuente adicional de recursos, cuestión que no fue precisamente de poca monta.
En relación con ese mismo contexto económico, adviértase además que el ingreso de estos diferentes pueblos iberoamericanos en su etapa nacional, no coincide tampoco con el florecimiento capitalista de sus respectivas economías locales sino -muy por el contrario- con su incorporación como colonias económicas en el desarrollo capitalista europeo, que sí se encontraba en plena expansión (el inglés, sobretodo). Es decir, que estas nacionalidades son más el fruto de la pobreza colonial, que del desarrollo autónomo de sus potencialidades económicas; muestran a un tiempo, tanto la dependencia estructural de origen, como sus reiterados intentos de independencia y liberación nacional.
Tampoco se dio en el caso americano la regla de oro para la consolidación económica de las nacionalidades europeas: esto es, una legislación proteccionista de parte del Estado (para el desarrollo sostenido de una economía nacional en ascenso) y el ulterior reclamo de medidas librecambistas, para colocar en el mercado internacional sus excedentes de producción.
La debilidad política y la pobreza económica con las que nacieron como naciones estas ex colonias españolas, tornaron formales sus respectivas soberanías políticas y consolidaron su dependencia económica externa. El liberalismo político y económico fue aquí la expresión de una debilidad, antes que esa manifestación de fuerza que sí tuvo en la conformación de las nacionalidades europeas.
Ese liberalismo que allá operó como ideología emancipadora y justiciera -invocado en Iberoamérica como credo librecambista por las elites criollas dominantes- sirvió más para la consolidación de la dependencia económica que para el fortalecimiento de la soberanía política nacional y regional. Es que las elites económicas criollas fueron liberales en lo económico, pero profundamente conservadoras en lo político y social por lo cual, quien traslade también mecánicamente esas categorías políticas a nuestra realidad iberoamericana, deberá invertir su sentido para poder entender algo.
Entre nosotros, a veces nada más conservador que nuestros liberales y en otras, nada más revolucionario que nuestros conservadores; restos de una curiosa alquimia colonial que precipita hombres, instituciones e ideas de forma muy diferente a las de sus respectivos modelos europeos. Todo esto a su vez, se expresa en ciertos rasgos culturales que -transcurrido el tiempo- terminarán operando como verdaderos principios estructurantes de nuestras flamantes nacionalidades.
En primer lugar hay que destacar el insoslayable hecho colonial. Aquí se transita de la colonia a la nación, mientras que en Europa el proceso es inverso: se parte de una nación con colonias que trabajan para la respectiva metrópoli. Este hecho colonial signa los órdenes políticos, económicos y culturales de América Latina, al tiempo que explica la aparición de nacionalidades débiles, pobres y altamente vulnerables a los vaivenes de las situaciones externas; y también el por qué -a dos siglos de sus respectivas proclamaciones formales- la conformación real de nacionalidades independientes sigue siendo una tarea que requiere consolidación y reconstrucción de aquello a lo cual nuestros libertadores criollos aspiraban: una Patria Grande, integrada y solidaria.