Por Mario Casalla
(Especial para Punto Uno)
Digámoslo sin medias tintas: nuestro gentilicio (“americanos”) es obra de la picardía de un italiano (Américo Vespucio) y del ingenio de unos monjes franceses de la abadía de Saint-Dié.
Yo mismo me sorprendí una tarde en Friburgo (Alemania) cuando –luego de trabajar en la universidad- paseaba por una plaza cercana y me topé con una placa que orondamente rezaba: “América viene de Friburgo”. Abrí los ojos, me rasqué la cabeza y luego de investigar, sonreí. Les cuento brevemente esa historia, ahora que estamos en septiembre y cercanos a recordar a Colón y su descubrimiento (del cual el pobre, bueno es decirlo, jamás se enteró).
La picardía italiana
Vino con una expedición al mando de Vicente Yañez Pinzón, el comandante de La Niña en el primer viaje de Colón. Habían partido del puerto de Palos en noviembre de1499 y ya en enero del 1500 andaban por la costa norte de Brasil, el punto más austral tocado hasta entonces por nave alguna. Se entusiasman, descubren la boca del Amazonas y lo toman como uno de los ríos que van a dar al Edén. Y otra vez el desengaño, destino que en Sudamérica será común para el conquistador. Y como corresponde, a mayor ilusión, mayor desengaño: no sólo no encuentran el Edén, sino que nada recogen de los mares brasileños (mucho menos ricos que los del Caribe) y para colmo de males terminan con el naufragio de dos navíos.
Regresan así a España tan desengañados, como ilusionados partieron. Eso sí, había viajado con ellos Amerigo Vespucci (castellanizado luego como Américo Vespucio) un florentino que vivía en Sevilla- tan simpático como mentiroso- de quien nadie se acordaría a no ser por las dos cartas mandadas a sus compatriotas (Lorenzo de Médicis y Pietro Solderini) en las que se arrogaba tres cosas que nunca sucedieron: haber comandado cuatro expediciones a las Indias; ser, nada menos, que el descubridor de tierra firme y, por último, mentir diciendo que la expedición de Pinzón había llegado hasta el paralelo 52º sur (¡casi hasta la Antártida!), cuando no había pasado de las costas al norte del Brasil.
El chiste alemán
Las cartas del pícaro Américo -escritas en 1503, poco antes de que embarcara para el Asia- se publicaron en Florencia al año siguiente y fueron leídas con fruición por los cartógrafos de la época (ávidos de información, ya que los españoles, por supuesto, contaban muy poco de lo que hacían en esos viajes).
En un año se hicieron once ediciones de esa obra en distintas lenguas y una de ellas llegó a la abadía de Saint-Dié, en Lorena, donde los canónigos preparaban una nueva edición de la Geografía de Ptolomeo. Viendo que la carta contradecía por completo al mismo padre de la geografía, los monjes –ni lerdos ni perezosos- dejaron de lado ese texto e imprimieron la carta de Vespucio precedida de prefacios, poemas y loas al que consideraron “descubridor” (¡es decir Vespucio y no Colón!).
El friburgués Martín Waldseemüller dibujó así el nuevo mapa del mundo, que causó furor y estupor en toda Europa. Y fue allí que –jugando con los nombres- nos bautizaron como “americanos”.
En el capítulo IX de la introducción escrita por los monjes de Saint-Dié, se puede leer: “Ahora que estas partes del mundo han sido extensamente examinadas y otra parte ha sido descubierta por Americus Vesputiu (...) no hay razón para que no la llamemos América, es decir, tierra de Américus, por Américus su descubridor, hombre de sagaz ingenio, así como Europa y Asia recibieron su nombre de mujeres...” ¡Y nos quedó “americanos” no más! Mentira original que no se resuelve con el simple procedimiento gramatical de anteponerle prefijos (íbero, indo, latino, etc, etc) a un nombre que desde el comienzo fue mentiroso.
Construirse una identidad propia –a partir de esa falsa partida de nacimiento- sí que fue una tarea “americana” por excelencia. Y en ella estamos todavía, por suerte, y a pesar de los vericuetos gramaticales y del falso registro civil.
La segunda falsificación
Como si la primera no bastará, el segundo bastardeo de nuestro gentilicio ocurrió en el siglo XX y lo operó el flamante y poderoso Estados Unidos de Norteamérica.
Esta vez, más que de una falsificación, se trató más bien de una expropiación: con el paso de los años, ellos terminaron siendo América, así a secas. Se plantaron frente a la Vieja Europa colonial y le espetaron en la cara: “América para los americanos” (doctrina del presidente Monroe, 1843), ambigüedad que no tardaría en aclararse con la proclamación de la célebre Tesis del Destino Manifiesto de 1845 (por la cual esa América norteña asumía la “defensa de la libertad y la democracia” en el mundo, nosotros incluidos y aunque no lo hubiésemos solicitado, claro está) y remataría con la promoción del panamericanismo y la consecuente creación de la Unión Panamericana en 1889 (antecedente de la actual OEA, su continuadora desde 1948).
Integración satelizante del resto del continente a una única “América”, tan mentirosa como la del cartógrafo alemán y tan pícara como las cartas florentinas. Por eso también grande fue también mi sorpresa cuando -algunos años después- me enteré que ese círculo de mentiras se había (simbólicamente) cerrado: el mapa del alemán -aquélla suerte de acta de bautismo americano- terminó también en manos de los Estados Unidos.
En el año 2001 la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos adquirió (por 10 millones de dólares) el mapamundi que Waldseemüller hiciera en 1507 y diera origen a todo este malentendido. Había estado guardado en un castillo alemán por más de 350 años; fue hallado nuevamente en 1901 y vendido exactamente cien años después a sus actuales propietarios, los EEUU. Sin embargo, la “otra América” nunca consintió el despojo.
Ya el diplomático colombiano Torres Caicedo hablaba en París de Las Dos Américas (1856) y les proponía a sus pares –para diferenciarnos- el uso del gentilicio “latinoamericano”; cosa que a la par predicaba el chileno Francisco Bilbao y unos años después nuestro Juan B. Alberdi.
Con ese nuevo gentilicio (latinoamericano) lo que se buscaba era una doble separación: de la “América” norteamericana por un lado, pero también de la denominación “Hispanoamérica” que España había puesto en circulación para recuperar sus colonias perdidas (cosa que mantendrá hasta 1898 en que es expulsada de Cuba), y que luego transformará en una melancólica doctrina de la “hispanidad”, para terminar adoptando la denominación “Iberoamérica”, que su cancillería promueve expresamente desde el Quinto Centenario, con sucesivas Cumbres y su Rey en la cabecera.
Claro que con los topetazos del caso: ¡el célebre “Por qué no te callas!” de don Juan Carlos al presidente Chávez, en una de esas Cumbres Iberoamericanas; a la que deberíamos agregar la inolvidable cara demudada del presidente norteamericano George Bush, cuando en nuestra Mar del Plata se le fue el ALCA “al carajo”. De todos modos, no es lugar donde un Borbón se sentiría cómodo, ni mucho menos un texano como Bush.
En tanto, la navegación prosigue y seguramente habrá más novedades.