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Por Mario Casalla
(Especial para Punto Uno)

Dada la importancia estratégica que el presidente Javier Milei le otorga a la relación con los EEU -importancia que llega por momentos a la confusión de intereses económicos y personales con los de aquélla potencia mundial- nos parece importante saber cómo piensan estructuralmente los norteamericanos.

La idea no es recargarlo a usted amigo lector con datos y cifras sino aportarle algunos elementos básicos para comprender cómo piensa un norteamericano medio y cuáles son las ideas y valores básicos que siempre pondrá en juego el gobierno de los EEUU (sea demócrata o republicano, varón o mujer, nativo o por adopción).

Por cierto, hablamos del promedio y no de todos, pero esta selección es imprescindible cuando de establecer una matriz de pensamiento se trata (su “núcleo duro”) lo cual nos permitirá comprender mejor a quién tenemos delante, qué podemos esperar de ellos e incluso hasta cómo negociar mejor llegado el caso.

Por cierto que hablar bien inglés no es lo único que cuenta. Sepamos de entrada que la cultura y la política anglosajona son bien diferente de la hispanoamericana y que los valores básicos que la animan son otros. Por cierto, que un diálogo entre ambas es posible y de hecho ocurre, pero no se confunda, no somos ni estamos en el mundo de la misma manera y nuestras ideas y valores son diferentes a las de un estadounidense. Y no haré aquí juicios de valor, sino el intento de describir ese pensamiento básico centrándome en tres puntos claves: su noción de libertad, la certeza de tener lo que ellos llaman un “destino manifiesto” y su particular idea de la riqueza.

 

Singular idea de “libertad”

Igual que nosotros, los norteamericanos comenzaron por ser colonias de una metrópoli (Inglaterra en su caso) e igual que nosotros bregaron por liberarse del yugo metropolitano. Pero las causas y aspiraciones de su reclamo fueron muy diferentes del nuestro.

En su imaginario cultural más profundo está la idea del peregrino (pilgrim) que deja su tierra natal, en busca de una libertad religiosa que en Inglaterra le era negada: en el mítico barco Mayflower viajaban esos peregrinos de una Nueva Jerusalén. No venían en principio a propagar la fe sino a practicarla, tal y como creían que debía hacerse. Otro tanto ocurría con la disensión política, en ese caso se ponía mar de por medio y las aguas heladas permitían iniciar una nueva vida.

El viaje era una promesa de libertad personal, para actuar y comerciar como no le era posible en la metrópoli: no había en la América sajona, nada estable ni parecido al Tribunal de la Santa Inquisición de la América ibérica. Allí esos peregrinos encontraron un nuevo hogar que se dispusieron a arreglar y a acomodar a su gusto. Venían para quedarse y con el afán de superar algún día a la propia Londres en grandeza y beneficios comerciales. De allí que el proceso de su Independencia (ya que no hablaron nunca de Revolución) se origine exclusivamente en motivos económicos (la creciente e injusta carga impositiva) y no en la separación abrupta de su rey. Vinieron a América para seguir siendo ingleses y para poder ejercer el comercio en libertad.

Más aún, en su acta de Declaración de Independencia, se trata a los ingleses como “hermanos” y la fundamentan en que no son oídos por el parlamento metropolitano. Esa idea de libertad prima en todos sus textos patrios por sobre la de justicia. La justicia se dará por añadidura, si se tiene libertad y la posibilidad de ejercerla en plenitud. Para un norteamericano tipo, la expresión “justicia social” será siempre motivo de sospecha o tiranía. Tanto en lo comercial como en lo político lo que prima es el individuo y su libre competencia en el mercado, sin mayores injerencias del Estado.

De aquí que cada colonia se hizo un estado libre y el principal problema a resolver fue la “unión” de lo diverso y no la unidad de un poder central. La solución lo refleja su nombre propio: Estados Unidos de Norteamérica. Al cabo de una cruenta guerra civil lo lograron, y con esa autoridad –y como buenos hijos ya crecidos- han reemplazado a su Madre Patria (Inglaterra) en el gobierno de los mares, así como codearon fácilmente a España y Portugal de la América del Sur.

El otro gentilicio con que se reconocen (americanos, sin más) es también resultado de una apropiación lingüística: los demás serán hispanos o latinos y a ellos –al igual que a la vieja Madre Patria- les ofrecerá su gentil protección (panamericanismo), o el Gran Garrote (Big Stick) en caso de no aceptar esa “protección”. A veces diplomáticamente y otras con intervenciones militares directas si hiciera falta.

Entre 1945 y 1999 esas intervenciones fueron al menos 67. Desde entonces y con la promulgación de la Doctrina Bush en el marco de la Estrategia Nacional de Seguridad de EEUU, esas intervenciones continuaron sucediendo.

La tesis del “destino manifiesto”

Desde la proclamación de su independencia (1775) los Estados Unidos se sintieron siempre custodios y guardianes de la libertad. Por cierto que con razón o muchas veces sin ella ya que -una vez pasada la euforia y la pureza inicial de la independencia- no vaciló en atropellar otras libertades cuando el “interés nacional americano” estuviese, según su criterio, en peligro.

América latina aprenderá dura y rápidamente esta lección desde 1847, año en que invadieron México y ocuparon el norte de ese país (Texas, Nueva México, California, etc) anexándolo al suyo.

Previamente, en 1823, el presidente James Monroe había proclamado la doctrina que lleva su nombre, lanzando aquello de “América para los americanos”, es decir para los norteamericanos; doctrina en la que se apoyará su Secretario de Estado (John Quincy Adams) para dar a conocer otro clásico de la política continental norteamericana: la tesis del Destino Manifiesto de los Estados Unidos, invocada también como justificativo para su expansión territorial.

Así, libertad e interés nacional, quedarán férreamente igualados en el imaginario político norteamericano desde su misma creación, considerando a la vecina América Latina como lugar natural de cumplimiento de ese “destino manifiesto” y de su cruzada en pro de la libertad y la democracia.

Desde aquel ya lejano 1847, las invasiones territoriales norteamericanas al sur del río Bravo se sucederán casi ininterrumpidamente durante los siglos XIX y XX siempre con el objetivo de “proteger la vida y bienes de ciudadanos norteamericanos”, o de rescatar a los locales de alguna supuesta tiranía.

 

La riqueza, valor central

El tercer valor fundamental del ideario norteamericano, es la noción de riqueza. Esta acompaña y corola la idea de libertad y de destino manifiesto y les da su costado más “espiritual”.

El filósofo John Locke es el padre del liberalismo moderno y en él se inspiró la Declaración de Independencia y el primer texto constitucional de los flamantes Estados Unidos. Locke era un decidido opositor al poder omnímodo del rey o del estado, por el contrario su obligación principal es resguardar al individuo, darle seguridad y garantizar el carácter inviolable de la propiedad. En la tradición sajona, libertad, propiedad y justicia son valores y conceptos que marchan siempre juntos. Y por cierto esos tres valores laicos, se potenciarán notoriamente al conjugarse con la ética protestante, en la cual la posesión de riqueza y propiedades es un síntoma de la “elección” divina.

Max Weber vio y explicó con claridad esa singular amalgama político-religiosa en su clásica obra “La ética protestante y el espíritu el capitalismo” (1904). Allí, para ilustrar esa vinculación, cita dos trabajos de Benjamín Franklin -uno de aquellos padres fundadores- sus “Advertencias necesarias a los que quieren ser ricos” y sus “Consejos a un joven comerciante”.

En ellos Franklin reflexiona sobre los principios necesarios para el desarrollo del capitalismo y -buscando extraer de allí una suerte de filosofía de vida- le dice a su joven oyente: “Piensa que el tiempo es dinero. El que puede ganar diariamente diez chelines con su trabajo y dedica a pasar la mitad del día a holgazanear en su cuarto, aun cuando sólo dedique seis peniques para sus diversiones, no ha de contar esto solo, sino que en realidad ha gastado, o más bien derrochado, cinco chelines más”.

Queda acuñada para siempre una divisa fundamental del capitalismo: “El tiempo es dinero” (Time es money). Y tan religiosa es esta divisa, que el dólar norteamericano lleva grabado a fuego “En Dios creemos” (In God we trust). La riqueza es sagrada y de los ricos será –sin dudas- el reino de los cielos.

Imagínese Usted amigo lector, qué puede pensar un norteamericano medio sobre algo así como una “opción preferencial por los pobres”, o sobre la primacía del bien común por sobre el interés individual, o sobre el reparto equitativo de los bienes. Cosa de locos o de comunistas, como diría nuestro presidente Milei o Donald Trump. Este último a punto de volver a ocupar la Casa Blanca. Algo que sí iguala a vastos sectores de ambos países, los suficientes como para ganar una elección: la mala memoria histórica o esa irrefrenable pulsión de pegarse un tiro en el pie. Es de esperar que algún día nos recuperemos.