Por Mario Casalla
(Especial para Punto Uno)
Con razón, el maestro de escuela primaria Simón Rodríguez (entre cuyos alumnos se encontraba un joven de apellido Bolívar), había acuñado una breve frase que encerraba todo un programa teórico y práctico: “En nuestra América: inventar o perecer”.
El domingo pasado, recordará usted amigo lector, que bajo la metáfora del pozo y la pirámide, mostramos la complejidad que encerraba el concepto de identidad latinoamericana. Trataremos hoy de avanzar un poco más sobre esta cuestión, dentro de los límites que supone siempre un artículo periodístico, claro.
Hubo que asentarse, construir los rudimentos de los nuevos estados, declarar las independencias y sostenerlas en medio de gravísimas situaciones internas y externas. A la opresión y amenaza española, siguieron las violentas guerras civiles y, como siempre, los cantos de sirena de los nuevos patrones -siempre vigilantes y atentos a intervenir- ingleses primero, los norteamericanos inmediatamente después. Fue en medio de estos sucesivos tembladerales y como se pudo, que se fue pensando, imaginando, haciendo y desarrollando una cultura.
Al principio directamente imitando, luego adaptando, más tarde creando. Y muchas veces, las tres cosas al mismo tiempo, formando esta suerte de mezcla tan propia, tan mestiza y a veces tan pura, que extrañó al europeo y que a veces termina por extrañarnos también a nosotros mismos.
Algunas huellas comunes
Lo cierto es que hay algunas huellas comunes que no pueden obviarse, a la hora de intentar un cierto panorama. De entre ellas, hay una que insiste en aparecer, cuando pensamos desde Colón en adelante: nuestra situación colonial de origen, es decir nuestra reiterada dependencia de alguna metrópoli de turno.
Primero lo fue de España y se trataron de cuatro siglos de proceso colonial clásico, es decir, con ocupación visible de nuestro territorio por tropas extranjeras, sometimiento de los nativos y administración colonial directa de sus recursos, explotados económicamente en beneficio de la metrópoli y de acuerdo con sus leyes y necesidades.
Esto no terminó del todo con la declaración de nuestras independencias nacionales, dado que siguieron tratándose de naciones débiles y casi siempre en reiterada situación de dependencia neocolonial. Es decir que, América latina, nunca salió del todo de aquella situación colonial de origen.
Si bien es cierto que ésta no acusa hoy los ribetes propios del colonialismo clásico, se equivocaría grandemente quien pensara que la colonia fue una cosa del pasado y que hoy pueden considerarse su historia y su cultura sin aquel “estigma” de la dependencia. Tenemos banderas y gobiernos propios, es cierto, pero están muy lejos de poder hacer lo que sus pueblos y sociedades necesitan y votan. Sus abultadas deudas externas son tanto o más eficaces para su control metropolitano, que la furia destacada de los tercios españoles o una invasión de “marines” al estilo norteamericano.
Hoy, mejor que ocupar la colonia con tropas, resulta más “democrático” y menos costoso, ocupar la cabeza de su clase dirigente con ideas y programas favorable a sus intereses. Así, la dependencia cultural refuerza a la económica. La sociedad global, con los EEUU literalmente sobre nuestras cabezas, es un perfecto ejemplo en esa dirección. Más aún en estos tiempos que corren en que el gobierno de nuestro país, sin sonrojarse, predica su adhesión unilateral al gobierno de Donald Trump y a su aliado en Medio Oriente, Benjamin Netanyahu, así como luce en su despacho una foto de Margaret Thatcher. Todo esto hace a los problemas de identidad y desarrollo nacional aún más problemáticos.
Civilización y barbarie
Hurgando un poco en la historia universal y local, la dupla civilización o barbarie, acompañó y potenció esa idea de una cierta conversión de los hombres a un ideal de "humanidad", la europea occidental por cierto; una suerte de imperialismo cultural que nace en la antigua Grecia y prosigue en Roma, con lo cual se va consolidando esa reducción de lo otro a lo mismo, que deja de lado toda especificidad local, por rica y diferente que ésta fuera.
El “Facundo” de Domingo F. Sarmiento (cuyo subtítulo es precisamente Civilización o Barbarie), es un claro ejemplo en esa dirección. Bellamente escrito sin lugar a dudas, el tratamiento que se da a Facundo Quiroga (como “Tigre de los llanos”) lo coloca en el lugar de la naturaleza es decir por fuera de la civilización. El mismo Sarmiento ya mayor y residiendo en su casa del Tigre (vaya paradoja), tuvo el valor de reconocer que “en el Facundo he mentido a designio”. Desde la escisión griega entre bárbaros y cultos, hasta la más moderna entre desarrollados y subdesarrollados (pasando por la medieval entre fieles e infieles), el proyecto europeo‑occidental se ha erigido como centro de una humanidad distinta y superior y, desde allí se ha relacionado con el resto (con su pretendida periferia) generalmente por la violencia y la reducción. Proyecto que, originado en esa violencia cultural, culmina en una realidad también violentada y sin exterior (sin "otros"), que constituye el suelo de este presente
Hacia un camino diferente
Sin dudas que esta mirada reductiva sobre América latina, este ser casi permanentemente considerado como periferia de un centro mejor y superior, como tierra de barbarie que es necesario civilizar, condicionó en buena medida su propio desarrollo cultural.
Algo muy similar ocurrió con el África y Asia, respecto de ese mismo proyecto europeo. Esto aun cuando América Latina no se haya limitado a aceptar pasivamente ese lugar en que quiso ponerla el gran “otro” y fuese, a un tiempo, también rebeldía y voluntad de liberación. Pero lo cierto es que esa marca está y no puede ni debe ser ignorada.
Pero también está su voluntad de libertad, ese deseo permanente de independencia y autoafirmación, aun en medio de la adversidad. En consecuencia, es necesario hacer el esfuerzo de pensarla (de pensarnos), con toda la rica ambigüedad que ello supone; vale decir, desde una relación crítica con ese proyecto, que por lo demás es una posición cultural y política real y concreta.
Pero cuando hablamos de relación crítica no hablamos de rechazos, ni de denuncias, ni de protestas a priori, sino de la construcción de un espacio especulativo -basado precisamente en nuestra alteridad histórica con aquel proyecto dominante- que sea capaz de dar cuenta de nuestra peculiaridad en ese orden global.
Sólo desde esa distancia cultural es posible el diálogo. América latina no es la periferia de un supuesto centro, ni lo subdesarrollado dentro del desarrollo general, ni la prolongación local de una civilización mundial, sino que es una cultura distinta que vive y padece su presente y su historia con perfiles y problemas propios, lo cual lejos de encerrarla en ella misma, la relaciona y comunica con el sistema mundial.
De allí la necesidad de pensar lo universal, pero desde nuestra propia situación e intereses históricos. Esa categoría de lo “universal situado” y la consecuente necesidad de una “lectura culturalmente situada” de la que venimos hablando desde los comienzos de la Filosofía de la Liberación, hace ya cincuenta años.
Acaso por esto mismo actuando esa diferencia el libertador Simón Bolívar expresó (en su “Carta de Jamaica”) una metáfora muy sugerente: “Somos un pequeño género humano, poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y ciencias, aunque en cierto modo viejo en los usos de la sociedad civil”.
Mientras no olvidemos esto, la historia de nuestros pueblos seguirá abierta a un futuro prometedor.