En el corazón de la Puna salteña, a más de 3.500 metros sobre el nivel del mar, entre cerros, caminos de ripio y paisajes que parecen detenidos en el tiempo, Celso Lamas se convierte en mucho más que un docente. Es artista, guía, compañero de juegos y, sobre todo, un defensor de la infancia. En el Día del Maestro, su historia se vuelve símbolo de vocación, compromiso y amor por la educación.
Celso tiene 31 años y es profesor de Educación Artística. Cada semana recorre más de 60 kilómetros en moto —acompañado por su perro— para llegar a las tres escuelas rurales donde trabaja: San José, Santa Cruz y Campo La Paz. En cada institución permanece una semana, rotando de manera constante para garantizar que sus alumnos, dispersos en distintos parajes del norte argentino, reciban sus clases.
“Salgo de mi casa a las siete y cuarenta, ocho de la mañana. Tengo una hora y media de viaje. Me vengo cargado con ropa para la semana, comida, materiales para los chicos, útiles, juguetes, y hasta comida para los más chiquitos”, cuenta Celso, mientras se prepara para una jornada más en Santa Cruz, un pequeño pueblo donde la bandera argentina flamea como testigo de una patria que también se construye en silencio.
Su trabajo va mucho más allá de la enseñanza formal. En sus clases, utiliza materiales locales —barro, piedras, pigmentos naturales— y los combina con insumos convencionales que trae desde la ciudad. Pero lo más valioso ocurre en las tardes, cuando los chicos, muchos de ellos con responsabilidades de adultos, pueden jugar, reír y reconectar con su niñez. “Les hago jugar, los acompaño. Me gusta que no pierdan la infancia, que tengan esos momentos que les corresponden”, dice con una sonrisa que revela su propia conexión con el niño que lleva dentro.
Celso nació en San Marcos, una localidad cercana, y se trasladó a Salta capital para estudiar. Aunque al principio no estaba seguro de dedicarse a la docencia, el arte lo arrastró hacia ese camino. “Desde chiquito me encantaba pintar, hacía esculturas con barro. Con lo que encontraba, hacía arte. Cuando volví a mi zona y descubrí esta conexión con los chicos, con las comunidades, me di cuenta de que estaba en el lugar donde siempre debí estar”, reflexiona.
Sus alumnos son, en muchos sentidos, un espejo de su propia infancia. “La vida que yo tuve desde chiquito es similar a la de ellos. Las mismas dificultades, las mismas alegrías. Lo que más faltaba era la contención emocional. Y por eso estoy acá”, afirma. En cada barrilete que remonta con los chicos, en cada dibujo que colorean juntos, Celso encuentra una forma de sanar, de compartir y de construir futuro.
Pero la realidad en la Puna salteña no es sencilla. Las escuelas enfrentan problemas de infraestructura, falta de recursos y condiciones climáticas extremas. “Me tocó ver alumnos estudiar con velas. Si bien se abastecen con paneles solares, en invierno se nubla y, si no hay sol, no hay electricidad en las noches. Faltan estufas, juguetes, ropa, útiles”, detalla. A pesar de todo, la vocación de Celso no se apaga. Al contrario, se fortalece.
“Estamos en un rincón poco visto o casi invisible, pero estamos y somos y hacemos patria en este rinconcito”, dice con orgullo, mientras observa la bandera que ondea en medio del paisaje árido. Su labor, silenciosa pero profunda, es un acto de resistencia y de amor. En cada clase, en cada juego, en cada gesto, Celso construye una Argentina más justa, más humana, más sensible.
En tiempos donde la educación enfrenta desafíos estructurales y políticos, historias como la de Celso Lamas iluminan el verdadero sentido del Día del Maestro. No se trata solo de enseñar contenidos, sino de transformar vidas, de acompañar procesos, de preservar la infancia en contextos donde muchas veces se pierde demasiado pronto.
Celso no busca reconocimiento ni aplausos. Su recompensa está en la sonrisa de sus alumnos, en el barrilete que vuela alto, en el dibujo que cobra vida con colores improvisados. “Me siento feliz, muy feliz. Estoy en el lugar donde encontré mi felicidad”, concluye.