Por Pablo Borla
En la antigua Atenas, los gobernantes tenían un problema: no sabían que hacer con los contrabandistas de higos, productos muy demandados por su sabor, pero escasos. El monopolio de su comercialización lo tenía el Estado.
Como el contrabando escapaba a la posibilidad de su control, el Estado griego decidió la creación de una figura jurídica que oficializó y recompensó la delación del infractor.
Así nacieron los psicofantas, término emanado de la unión de dos conceptos: sykon, higo y phaino, descubrir.
Por supuesto que este espíritu delator no terminó allí, sino que después se extendió a otras actividades condenadas, aun las que eran fruto de la actividad íntima, como el adulterio, que estaba expresamente prohibido.
Quienes poseían algo de fortuna vivían temerosos porque muchos psicofantas comenzaron a extorsionarlos y a realizar falsas acusaciones para lograr obtener alguna ventaja.
Miles de denuncias falsas sobre ciudadanos honestos comenzaron a abarrotar la burocracia ateniense.
Advertidos de esta situación, las autoridades ofrecieron recompensa a quienes delataran a los falsos acusadores. Así, nacieron los psicofantas de los psicofantas.
Por supuesto que había falsos delatores de falsos delatores, pero esa es otra historia.
Muchos siglos después nacieron, de la mano de las redes sociales, los nuevos psicofantas, delatores vocacionales, a quienes solo les basta deslizar una injuria para que la multitud la acepte como válida y el injuriado o la injuriada deban recorrer oscuros pasillos judiciales para lograr una reivindicación que saldrá cuando ya el daño es irreparable.
Esto mismo sucede con algunos medios inescrupulosos que destruyen una vida digna y proba para ganar algunos dineros mediante la lectura de sus pasquines sensacionalistas con infamias y delaciones.
Y así como hay un emisor de la infamia, evidentemente hay muchos consumidores de ella, ávidos por demostrarse que su vida no es tan miserable como parece.
En nuestra Salta, que poco tiene de higos, filósofos y navíos, enclavada entre cerros, famosa por su belleza, desde hace un par de meses fue lanzada una aplicación para celulares (app) denominada paradójicamente “Empatía” y que consiste en un entorno digital que permite que -mediante una foto y una breve descripción- cualquier persona que haya bajado la aplicación pueda denunciar a otra persona por una infracción a las ordenanzas como la invasión de sendas peatonales, por dar un ejemplo.
La fotografía delatora y los datos explicativos son recolectados por la Secretaría de Movilidad Ciudadana, quien impone la multa correspondiente y notifica al infractor mediante un correo electrónico (lo que trae ciertos problemas de orden legal por el dominio del vehículo en cuestión o situación del catastro) y cuyo titular luego podrá hacer un descargo en el Tribunal de Faltas.
Esta idea nace del amparo de dos realidades: la conciencia municipal de que el método correcto para evitar las faltas es sancionar y no educar, y la innegable vocación (evidentemente atávica) de muchas personas de delatar. De -como se dice en el barrio-buchonear.
Colocarse la gorra, aunque sea de forma aficionada y ocasional nos da el poder de contribuir a solucionar lo que nuestras autoridades no pueden. Las personas necesitan tenerlo también porque desconfían -pruebas al canto- del poder que tiene el organismo municipal de hacer cumplir las normativas. Y se sienten impotentes.
No me gusta este sistema, evidentemente.
Y no se trata de códigos de silencio de tipo mafioso, sino de que la autoridad no puede convertir a cualquier ciudadano en un proveedor de información acerca de las faltas de un vecino.
No se puede institucionalizar la delación.
La lamentable GESTAPO funcionaba en base a la delación, era su esencia. Bastaba un rumor para ser acusado.
En EEUU, ya existía un antecedente con la creación del FBI, a cargo de J. E Hoover, quien tenía red de informantes para obtener datos sobre la vida íntima de muchas personalidades, incluida la del presidente de los EE.UU.
En la década de los `50, de la mano del senador Joseph McCarthy, se desencadenó en EE.UU. un lamentable y doloroso proceso de declaraciones, acusaciones infundadas, denuncias, interrogatorios, procesos irregulares y listas negras contra personas sospechosas de ser comunistas.
Lejos estamos de ambos ejemplos, pero valen ambos para dejar en claro que la delación, aún la amparada por el Estado, no es el camino para el cumplimiento de las leyes sino el fomento constante de su respeto, sobre todo mediante la difusión y la educación, de que formamos parte de una comunidad y que debemos respetarnos.
Y no me vengan con la cantinela de que “somos hijos del rigor”.
Esa es la mejor excusa para no ponerse a pensar una solución adecuada, laboriosa y eficaz.