Por Pablo Borla
Los seres humanos somos pródigos a la hora de distribuir frases hechas y de acortar caminos para llegar a las conclusiones. Y además nos gusta ese estilo axiomático que lucen algunas sentencias porque nos traducen el mundo de una manera simple. Pero no es oro todo lo que reluce.
La tentación del “justo medio” es muy poderosa. Tiene un aroma a inteligencia y perspicacia que se asemeja a la esencia rebajada de los perfumes baratos que imitan a las logradas versiones originales. Parece, pero no es. Y si le rascas un poco la pintura debajo aparece revelado el óxido carcomido que las falacias -esa herrumbre del pensamiento- producen en los discursos.
El escritor Alejandro Dolina citaba, en tono irónico, un ejemplo burdo del “justo medio”: “Si usted me dice que le debo un millón y yo le digo que no le debo nada, el justo medio sería que yo le de medio millón. Pero no es así como funciona la cosa.”
Sucede que, como frase hecha y como sofisma, parece muy adecuado e incluso meritorio intentar lograr el equilibrio entre dos términos opuestos. Pero el equilibrio no se asemeja ni equivale a la verdad necesariamente, y ante ciertas injusticias, el justo medio sigue siendo una injusticia.
Ese equilibrio natural como objetivo deseable tiene una larga tradición en las especulaciones filosóficas.
El mismo Aristóteles -citado al respecto en un artículo de 2015 por Luis Fernando Garcés Giraldo- en la “Ética a Nicómaco”, define la virtud como “un hábito electivo que consiste en un término medio relativo a nosotros, regulado por la recta razón en la forma en la que lo regularía un hombre verdaderamente prudente. Es un medio entre dos vicios, uno por exceso y otro por defecto (…)”.
El esfuerzo considerable de estos maestros por explicar el ser, el universo y sus circunstancias fueron destacadísimos aportes que sentaron las bases de lo que es la humanidad y deben sopesarse en ese contexto, y desde esa aurora de pensamiento también surge como una verdad revelada la condición prestigiosa del sentido común, enarbolando a menudo por el medio pelo burgués como “el más común de los sentidos”, en un espantoso juego de vaivén y encaramado a la más alta consideración como una virtud deseable para el hombre de bien, en particular cuando se ejerce en la función pública.
Verbigracia, en todo el mundo nos lamentamos de que las autoridades no usen el sentido común en sus decisiones y -contrariamente a lo que parece- lo usan demasiado a menudo, con resultados acordes a su nula calidad científica.
Es así, por dar un par de ejemplos, que el sentido común nos dice que la ballena es un pez o que la luna es una esfera plateada de unos veinte centímetros, aunque puede variar, y que las estrellas -Sol incluido-giran alrededor de nuestro planeta porque eso es lo que determinan los sentidos, que son los grandes ejecutores del sentido común.
Quizás lo que pretendemos es otra cosa. Posiblemente sea la razonabilidad de nuestras afirmaciones y conductas o un equilibrio que se parezca más a la búsqueda de la equidad y la justicia, aunque esto también es materia aparte de conversación.
En la estructura del sentido común hay un cierto germen de fascismo en el que no existen los grises: todo debe ser de una determinada manera porque eso nos dicta ese sentido tan equivocadamente valorado.
El -ya afortunadamente ex- presidente Trump es un caso testigo del sentido común empoderado con una fuerza capaz de cambiar desatinadamente el destino del mundo.
El punto de inicio entre un interrogante y su respuesta están demasiado cercanos en la búsqueda del justo medio o del sentido común. De la enunciación hasta la conclusión hay un camino que se ha acortado por ahorrar tiempo y quizás por pereza mental. En él, existen una serie de pruebas a superar que se soslayan convenientemente. Por eso la verdad relativa de la falacia se disfraza de verdad, pero cuando termina el baile, cuando las máscaras caen y las luces se encienden, allí aparece su verdadero rostro, el de una farsa.
De hecho, lo primero que revela a una persona como inteligente es su capacidad de descubrir matices.
Estas afirmaciones simplistas, tan aceptadas con su falta de reflexión y su notoria ausencia de una prueba de falsabilidad popperiana, se difunden en nuestros días con la lubricada facilidad que ofrecen las redes sociales, en las que el culto a lo rápido, a lo sorprendente, a lo estimulante, marca la regla. Y desde allí estamos construyendo comunidades perezosas, que son ávidas consumidoras de verdades exprés, de frases hechas y de realidades de ocasión, que desaparecen en un instante y lo que es peor, no solo nos gustan, sino que, en vista de su popularidad, no nos importa demasiado su desaconsejable preeminencia.