Por Pablo Borla
En medio de la disputa por el control y el poder, de los intereses creados y las grandes ganancias, quedan los argentinos, cual rehenes en espera del mágico rescate que nos salve de la pandemia.
En la historia de la humanidad siempre hubo guerras y disputas. Desde las cavernas y las tribus, defendiendo su supervivencia a puro instinto, hasta la era actual, en la que los conflictos se han privatizado, en cierta forma, y las grandes multinacionales convierten al mundo en escenario de luchas permanentes por conquistar mercados e incrementar su capital, arrastrando a las naciones con ellas.
La guerra ha tomado carices más sutiles que otrora. Ya no hay palos ni aceros en las disputas globales. Ha pasado de moda impulsar los golpes de estado por medio de líderes militares de pocos escrúpulos y muchas ambiciones.
No parece tratarse de una progresiva toma de conciencia del horror de las dictaduras, sino más bien de una cuestión práctica, como la que decidió el fin de la esclavitud porque era más barato tener obreros mal pagos que esclavos que mantener.
Salvo en aquellas regiones en las que la energía o el agua o quizás la ubicación estratégica excusan una intervención armada, disfrazada de defensa de los derechos de los ciudadanos de tal o cual país; la forma contemporánea con que las grandes potencias se hacen del poder requieren de la complicidad, el acuerdo y la ambición de líderes locales, de organizaciones políticas, de grandes medios de comunicación y de integrantes de los Poderes, que estén dispuestos a vender su alma por una causa que los beneficie, generalmente con más poder y posibilidad de enriquecimiento, a cambios de futuras concesiones ventajosas para sus auspiciantes, llámense alianzas comerciales, militares o políticas, en las que el país en cuestión siempre pierde, esquilmado en sus recursos naturales o mezclado en la disputa de intereses ajenos en los diferentes foros mundiales.
Los escenarios de las luchas son variados y en ellos los ciudadanos de a pie transitan sus vidas, tratando de hacerlo lo mejor posible. Pero el precio a pagar es grande y generalmente se traduce en una importante brecha económica entre una minoría que maneja el comercio, la industria, la religión, la seguridad y la política y que ve acrecentadas sus ganancias a costa de una inmensa mayoría que se empobrece, ya que estos procesos difícilmente tengan interés en algún progreso colectivo, sino más bien se dirigen a hacer a los “exitosos” aún más exitosos y a los pobres aún más pobres, con una clase media que realiza malabarismos varios para lograr no caer en la pobreza.
Este sistema de orden mundial aprovecha e incentiva las brechas existentes en los países. No es Argentina la única nación en la que la grieta centenaria se actualiza y se renueva.
Pero es la que sufrimos cotidianamente y en aristas de ella nos encolumnamos, a veces sin desearlo.
La cercanía de las elecciones acentúa esa pela por el poder, sin que se vea una luz al final del túnel.
Un ejemplo cercano de ello es la disputa contemporánea en la Capital Federal, en manos del PRO; la Nación, en manos de El Frente de Todos y los gobiernos provinciales, de impronta variopinta, por la adopción o no de las medidas emanadas del Decreto de Necesidad y Urgencia del presidente Alberto Fernández.
Como es sabido, la legalidad y acatamiento de su aplicación fue judicializada y va teniendo idas y vueltas según el foro judicial que las atienda.
En ello, los argentinos somos rehenes de una disputa por el poder y de los intentos de forzar negociaciones ventajosas para uno u otro lado, mientras vemos como hacemos para sobrevivir, literalmente, condenados muchas veces a la miseria o a la muerte, en el peor de los casos.
Y es sabido que la judicialización de la política es la derrota de la política, que es la base de la organización de una comunidad.
Las necesidades de las micro políticas se hicieron prioritarias por sobre las macro políticas que un Pueblo necesita para poder pensar, establecer y realizar acciones adecuadas, que le permitan el progreso.
Y en épocas en que la memoria no se borra tan fácilmente, de la mano de testimonios que quedan grabados e impresos, cuando la contradicción se hace evidente no parece ser motivo de vergüenza, ni nadie se siente en obligación de explicar por qué apoya hoy lo que hace una semana nada más, condenaba al último círculo del infierno.
Rehenes de la coyuntura; cansados, indignados y bastante hartos, los que no se encolumnan en uno u otro bando suelen sentirse extraviados y un poco ajenos, deseando que de una vez por todas las acciones que se realicen tiendan a pensar en todos y que el precio de estas disputas no sea un futuro hipotecado, un sistema de salud saturado, una generación semianalfabeta y desempleada; en suma dejar de ser el jamón de un sándwich que otros (pocos) disfrutan comer.