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03 01 borlaEl entendimiento general de la expresión “utopía” es el de un sueño difícil de realizar, pero que implica una meta final, a la que deberíamos aspirar para ser mejores, individual o colectivamente.

Por Pablo Borla

La etimología de la palabra nos refiere otra orientación: viene del griego “u” -que significa “no”- y de “topos”, la palabra que designa a un lugar específico.

Es decir que la utopía es el “no lugar”, lo irrealizable, la fantasía y, quizás, la meta inalcanzable pero cuyo camino nos hace mejores de lo que éramos al partir.

No opuesto, pero si distinto, es la distopía, un recurso muy utilizado en la ciencia ficción y en la órbita de los obsesivos fatalistas, que refiere a “Un mundo imaginario que no se considera ideal, sino que, más bien al contrario, se considera indeseable”.

Desde hace mucho tiempo los argentinos vamos de utopía en utopía y de distopía en distopía.

Aunque parezcamos unos fatalistas irredimibles, protestones e insatisfechos, siempre le hemos dado un lugar en nuestro corazón a ciertos sueños colectivos, y el eje del principal de ellos fue la conversión de potencia en acto de una Argentina próspera, que aprovecha sus riquezas naturales y la inteligencia y creatividad de sus habitantes para construir abundancia y progreso.

Para citar algún ejemplo, el advenimiento del peronismo ilusionaba con el cumplimiento de la utopía de la justicia social en la que una Argentina profundamente desigual, pero no empobrecida, daba oportunidades de ascenso social, progreso y acceso a derechos antes negados.

Las fuerzas a las que les resultaba inconveniente le opusieron un golpe militar, el bombardeo cruento sobre civiles congregados en Plaza de Mayo y la proscripción de la encarnación del sueño.

Es bueno aclarar que un derecho no debería ser una utopía, jamás, pero, por ejemplo, para el pueblo trabajador el acceso a ese derecho, hasta entonces tenía ese cariz.

Hemos pasado por diferentes períodos que han mostrado esa oscilación, como la del desarrollo trunco; la del presidente bueno pero anciano y débil, también expulsado por la fuerza; la del retorno del líder popular y su muerte y la de la distopía más cruel y sangrienta de nuestra historia en 1976.

A continuación de ella, la democracia, con la que “se come, se educa y se cura” y su frustración y el paso a la utopía de ser mágicamente poderosos y estables como los Estados Unidos, viajando por el mundo con facilidad; partiendo sin valijas y volviendo con varias, llenas de productos como los que usaban los ricos y las estrellas.

Por supuesto, esto “no existía” ni se sostenía y se pinchó en un proceso que terminó acorralando, devaluando, empobreciendo a los argentinos, quienes volvimos a la vuelta de cierto crecimiento y de derechos postergados con Néstor Kirchner, para el posterior fracaso final de su sucesora, que no pudo (o no supo) sostener el poder.

Y para una parte de la población -ya con una grieta consolidada- fue la utopía del fin del peronismo con una alianza nueva y su fracaso y endeudamiento. Luego, la vuelta del peronismo con el kirchnerismo 2.0, que ilusionó para luego desilusionar.

La presidencia de Javier Milei es el fruto de una nueva utopía -que surge del hartazgo de la política tradicional y de la ilusión de la inflación cero- para ir de nuevo al Primer Mundo, versión criolla.

Esta versión ahonda una nueva grieta y está lejos está de prometer justicia social sino todo lo contrario; una utopía del Estado ausente -que no se utiliza en ninguna economía exitosa el mundo- y que por el momento ha devaluado y empobrecido a los sectores más vulnerables como nunca; cuyo lenguaje es el Gran Hermano de las redes sociales y que refuerza el aparato represivo para controlar las protestas.

Es el sueño húmedo de una buena parte de los argentinos: un Estado manejado por una cohorte de burócratas apartidarios y apolíticos, mientras que los políticos (algunos) conocidos de siempre, se arrastran por las calles, enfermos, desalojados, rogando por un mendrugo.

Puede ser finalmente exitosa en sus fines, a un costo altísimo para los sectores con menos recursos, pero el riesgo del fracaso, es el convertir a un país en una distopía inimaginable.