08 10 casallaMario Casalla
(Especial para Punto Uno)

Para Néstor Quintana, in memoriam

En un mes de julio como el que acaba de concluir, pero del año 1916, asumía Hipólito Yrigoyen la presidencia de la Nación, fue el primero electo con la flamante ley Sáenz Peña (voto universal secreto y obligatorio, pero sólo masculino todavía). Así, después de décadas de “fraude patriótico” y exclusión, las grandes mayorías populares, los “orilleros”, volvían a entrar en escena.

El país había cambiado, eran muchos más habitantes y con distinta composición. Sin embargo, este nuevo aniversario no fue motivo de grandes recuerdos, ni de merecidos homenajes, a su fundador. El radicalismo atraviesa hoy, en todo el país, uno de sus peores momentos políticos y en su interior, el horno no está para bollos, ni para andar meneando demasiado la figura y el credo de su fundador. No es algo para reírse, ni para festejar, pero es así. De paso recordemos que sus tradicionales adversarios (los peronistas) tampoco viven hoy su mejor momento, aunque han logrado sí una relativa unidad con la que en septiembre próximo enfrentarán las elecciones en el distrito electoral más numeroso del país: votarán 14.376.592 personas, entre bonaerenses y extranjeros que residen allí, en 38.788 mesas habilitadas.

Un hombre de Balvanera

Si hay una cuna física del radicalismo, esta es la célebre Parroquia de Balvanera, en la ciudad de Buenos (los actuales barrios de Once, Almagro y Congreso, son su corazón). Era la célebre “novena de fierro”, donde los radicales no perdían nunca, hasta que empezaron a perder reiteradamente y entonces cambiaron hasta llegar a este presente. Pero volvamos a la Balvanera del 1900. Era barrio de orilleros, cuchilleros, tango y burdeles. Aquél que el joven Borges (simpatizante radical) elevó a la categoría de mito y luego relegó con ironía y sin demasiada piedad.

Antes de la federalización de Buenos Aires, el caudillo era Adolfo Alsina y luego lo fueron, primero Leandro Nicéforo Alem y luego su sobrino Hipólito Yrigoyen. O como reza el acta parroquial: Juan Hipólito del Corazón de Jesús Yrigoyen, hijo de Martín Yrigoyen y de Marcelina Alem (hermana mayor de Leandro). Eran una familia de clase media baja, con cinco hijos e Hipólito tuvo que trabajar para vivir. Eso resintió varias veces los estudios y logró recibirse de abogado, pero nunca ejerció. Sin embargo, a comienzos del siglo XX y ya con 50 años cumplidos, Yrigoyen no tenía dificultades económicas, gracias a la explotación de sus campos y estancias en la provincia de Buenos Aires.

Fue en aquella Balvanera orillera, donde empezó y creció su carrera política: primero comisario de policía; luego profesor de escuela media, a continuación presidente del Consejo Escolar de esa parroquia (nombrado por Domingo F. Sarmiento) y finalmente dos veces diputado provincial.

Pero la relación con su tío fue crecientemente tensa (por razones políticas y también familiares) y después del suicidio trágico de Leandro Alem (quien se pegó un tiro en el Club del Progreso) y de la muerte de Aristóbulo del Valle, Yrigoyen rompe definitivamente con el mitrismo e inicia la reorganización de un partido diferente de todo lo entonces existente: la “Unión Cívica Radical”.

“Hagan de mi lo que quieran”

A comienzos del siglo XX, ese radicalismo era ya un partido poderoso y muy popular, pero en 1916 su Convención Nacional -que debía designar candidato a presidente- estaba empantanada. Apenas reunida y por aclamación, designó a su líder natural, Hipólito Yrigoyen, en medio de vítores de todo tipo. Pero el hombre, misterioso y retraído como siempre, no aceptó. Renunció por escrito diciendo: “Mi pensamiento no fue jamás gobernar el país, sino la concepción de un plan reparatorio al que debí inmolar el desempeño de todos los poderes oficiales”. Por supuesto que Yrigoyen (y así, por el apellido y de usted, como lo trataban todos) no era un iluso en la política, ni mucho menos. Era un hombre del poder y lo ejercía sin más vueltas, de lo cual hay numerosos ejemplos, pero no confundía el poder con los cargos, ni con la figuración pública, tan deseada entonces como ahora.

Más aún, ésta le resultaba particularmente insoportable. Era el líder de un partido donde predicaba casi como en misa, o utilizando su casa a la hora de conversar sobre eventuales listas o candidatos. Nada de diarios, mitines, banquetes ni tribunas callejeras. En aquella intimidad era tremendamente efectivo y seguro, y es allí donde quería jugar. No pudo. Las insistencias fueron reiteradas y sólo con su nombre se terminaban las discusiones en la Convención; además un pequeño grupo disidente (denominado los “azules”), amenazaba la unidad laboriosamente trabajada por él mismo.

En esos “azules” estaba ya sembrada esa tentación liberal-conservadora, que irá creciendo y torpedeando al radicalismo desde adentro cada vez que pueda. Ante ese peligro, Yrigoyen aceptó. Fue entonces cuando pronunció la frase histórica, “Hagan de mí lo que quieran” y resignado aceptó ser candidato a presidente de la Nación.

Por supuesto que no hicieron de él lo que quisieron, porque esa era la frase de un hombre dispuesto a cumplir con una “causa”, y no un títere dispuesto a cambiar todo para que en realidad nada cambie (conde de Lampedusa, dixit). Lo tenía clarito y lo sintetizó en una sola frase: se trataba de “la causa contra el régimen”.

Esa sería su religión, su credo laico. Pero también era consciente que le faltaban “correligionarios”, hombres dispuestos como él a llegar hasta el final si fuese necesario. Balvanera y esa “9° de fierro”, no eran el país de entonces. Pero no le quedaba otra y fue presidente.

La reparación nacional

Las elecciones fueron el 2 de abril de 1916 y la fórmula H. Yrigoyen-Pelagio Luna ganó con comodidad en número de votos (373.000 sufragios), pero no en número de integrantes del Colegio Electoral, algo clave en una elección indirecta para presidente. Allí la UCR tenía 152 electores, apenas uno más de los indispensables para lograr mayoría. La oposición, con sólo 250.000 votos, ponía en riesgo la decisión del Colegio Electoral.

Para peor, 19 radicales santafecinos -de aquel grupito “azul”- amenazaban ya con darse vuelta. El plan de las otras tres fórmulas opositores (conservadores, socialistas y demoprogresista) era mantener indeciso el resultado en el Colegio Electoral para dejar esa decisión en manos del Congreso Nacional, donde los conservadores tenía cómoda mayoría. Sin embargo eso no ocurrió, porque la enorme presión popular en las calles (¡al grito “Yrigoyen presidente!”), como nunca se había visto antes, terminó por disuadirla de una nueva maniobra fraudulenta. Esta vez se hubiera incendiado el país y lo sintieron. Por eso tardó seis meses en asumir y se dirigió a la jura en el Congreso Nacional.

La ceremonia fue brevísima, don Hipólito no leyó el habitual mensaje, se limitó a jurar y dicen algunos testigos presenciales que -“sin ocultar su displicencia con el rígido protocolo”- salió a la calle y se encontró con una multitud, nunca antes vista. Permitió, también muy serio, que el pueblo desenganche los caballos del carruaje y lo lleve a pulso hasta la Casa Rosada.

El ambiente era de alegría, pero también de una “fervorosa devoción”, estaban naciendo de a poco esos “correligionarios” que don Hipólito pedía para una causa casi religiosa. Sus breves palabras fueron: “No he venido a castigar ni a perseguir, sino a reparar”. Había surgido una segunda palabra clave luego repetida mucha vez, “reparar”. Se trataba de una “reparación de la Nación para restaurar la plenitud de sus fueros”. No venía sólo a administrar, ni a mantener al país dentro de los viejos cánones oligárquicos de “paz, orden y progreso”. Sentía lo suyo como algo más trascendente, por eso dirá también: “Sé bien que no soy un gobernante de orden común porque en ese carácter no habría poder humano que me hiciera asumir el cargo”. Y para que no quedaran dudas de quien era aclaró: “Soy el mandatario supremo de la Nación, para cumplir las más justas y legítimas aspiraciones del pueblo argentino”. Así se ponía en marcha un camino (radical) plagado de obstáculos, marchas y contramarchas, todavía inconcluso: el de la causa contra el régimen.

¿Habrá todavía oídos para un credo tan exigente? En largas tardes salteñas conversé en su casa con mi amigo Néstor Quintana de todas estas cosas. Este 19 de agosto se cumplirá precisamente el primer aniversario de su fallecimiento, tenía exactamente 90 años.