La mayoría de los seres humanos necesitamos una cuota básica de certezas que nos permitan trazar un rumbo y evitar ser como una hoja, que el viento lleva a su antojo. Pero ya hace un tiempo que el mundo entendió que las certezas, se acabaron. Y es una sensación que se fortaleció con la presencia de la pandemia de COVID.
Por Pablo Borla
Esta afirmación es, por supuesto, una paradoja: tenemos la certeza de que se acabaron las certezas. Por lo menos, la mayoría. Quedan algunas, y entre ellas una ancestral, que ha motivado a la filosofía desde que el ser humano comenzó a reflexionar sobre sí mismo: somos seres mortales con apetito de inmortalidad.
Consumimos información para entretenernos, para estimularnos, pero también en búsqueda de certidumbres o, por lo menos, de argumentos. Pero, el acceso masivo a internet ha potenciado el desconcierto porque funciona como un productor de incertidumbres, pues la mayoría de nosotros no tenemos la capacidad de procesar el gigantesco estímulo informativo que proviene de una multitud de fuentes, muchas veces tendenciosas según su conveniencia ideológica, política o económica.
Un ejemplo de la falta de certezas -uno más, sin ánimo de hacer leña del árbol caído- lo dieron nuevamente las encuestadoras, que volvieron a desacertar sus predicciones con el presunto triunfo contundente de Lula en primera vuelta, en Brasil. Ya venían de errarle en diferentes partes del mundo, entre las cuales está nuestro país.
Pero desde diferentes ámbitos se continúa recurriendo a ellas en nuestras ansias de conocer como es un mercado, a veces, pero también lo que vendrá, anticipar el futuro. Esa necesidad, nos lleva -salvando las distancias- detrás de la consulta diaria al horóscopo para intentar predecir nuestro destino en las constelaciones estelares. Y no hay modernidad que valga: la misma Humanidad que puso un vehículo en Marte, es la que consulta a adivinos, chamanes y brujos, que se publicitan en los medios de comunicación como celebridades.
Cuando las certezas se terminan, cuando vemos que el mundo ha cambiado, que se ha vuelto más pequeño, que su dinámica no es la misma que brindaba ciertas seguridades a nuestros padres y abuelos, comenzamos a tener miedo y a creer en vendedores de algunas inventadas, hechas a la medida de nuestra necesidad.
Y de ese miedo, también surgen los instintos de supervivencia que nos hacen apostar a lo conservador, a lo conocido, a lo que nos da un sentido de pertenencia. A quienes piensan igual o se nos parecen; a los que no nos cuestionan a nosotros, sino a los otros.
Estamos viviendo en un mundo que ha progresado hacia la aceptación de la diversidad, pero, al mismo tiempo, ve surgir gobiernos de propuestas radicalizadas, que pretenden mostrar a lo viejo, como si fuera nuevo. La fuerza que han recobrado partidos y lideres políticos de tendencia racista, machista, chovinista o negacionista, deviene de la necesidad de rechazar lo diferente, lo inclusivo y lo plural, para aferrarnos a lo que se nos parece.
Y esas dos fuerzas pendulan a lo largo del tiempo, en las decisiones del votante: las preferencias electorales de la última década como Mauricio Macri, Donald Trump, Sebastián Piñera, Iván Duque, Giuseppe Conte, Jair Bolsonaro o Boris Johnson, entre otros, dieron lugar luego a López Obrador, Alberto Fernández, Joe Biden, Luis Arce, Gabriel Boric o Gustavo Petro, que implicaron optar por un modelo de gobierno diferente al que estaba en el poder.
Pero, además de la pandemia, la guerra y su maquinaria generadora de incertidumbres, también ayudó a la posible llegada al poder en Italia de Giorgia Meloni, quien va a convertirse en la primera mujer en asumir el gobierno en la historia de la República, al frente de una coalición de derecha. También a la victoria del bloque que formaron la derecha y la ultraderecha en las elecciones legislativas de Suecia, un país en el que los socialdemócratas gobiernan desde hace casi 100 años. Y asistió también en Francia a la notable elección de la ultraderechista Marine Le Pen, que con más del 41% de los votos, ha logrado el mejor resultado histórico de su partido.
En España y Finlandia se votará en 2023 y ambas elecciones podrían dar lugar a coaliciones que incluirían partidos de extrema derecha. En Bélgica, las dos principales fuerzas en las encuestas actuales son de extrema derecha. En Polonia, el partido de esa tendencia, llamado “Ley y Justicia”, lidera los sondeos parlamentarios y podría gobernar con “Confederación”, una formación ultranacionalista, tradicionalista y en muchos sentidos, aún más radicalizada.
El domingo pasado, la ultraderecha triunfó en las elecciones a alcalde en Lima. El candidato del partido Renovación Popular, Rafael López Aliaga, le ganó por un estrecho margen al general retirado Daniel Urresti, un extremista de derecha que está acusado de violaciones a los derechos humanos, según informara el diario Página 12. Y el modelo bolsonarista de extrema derecha tendrá mayoría legislativa, en un Brasil en el que casi la mitad de sus ciudadanos eligió votar por esa opción.
No se trata de criticar las elecciones que toma un pueblo en votaciones libres, sino de tratar de crear un espacio de reflexión sobre hacia donde parece ir el mundo contemporáneo.
Nuestro país no es ajeno a las expresiones extremas y algunas han fomentado la violencia, que ha superado el ámbito verbal para convertirse en hechos contundentes y lamentables. Han captado una porción del electorado, sobre todo joven.
No importa si quien es candidato a un cargo dice algo que es verdad o mentira, sino cuanto le creen los votantes que lo escuchan, así diga una barrabasada que se contradice con realidades evidentes.
Estas circunstancias me recuerdan a lo que dijo el popular científico Carl Sagan en su libro "El mundo y sus demonios" allá por la década del 90: «Siempre que afloran los prejuicios étnicos o nacionales; en tiempos de escasez; cuando se desafía la autoestima o el vigor de una nación; cuando sufrimos por nuestro insignificante papel y significado cósmico o cuando hierve el fanatismo a nuestro alrededor, los hábitos de pensamiento familiares -de épocas antiguas-, toman el control. La llama de la vela parpadea. Tiembla su pequeña fuente de luz. Aumenta la oscuridad. Los demonios, empiezan a agitarse».