Recientemente, el diputado nacional Javier Milei volvió a quedar en las primeras planas de los medios de comunicación con su declaración acerca de la libertad que deben tener los individuos para vender sus órganos, como “parte de un mercado más”.
Por Pablo Borla
Al margen de que en los Principios Rectores sobre Trasplante de Órganos Humanos, la Asamblea Mundial de la Salud condena claramente esa práctica y lo que deriva de ella, estas declaraciones -en la línea de otras similares como el estar a favor de la libre portación de armas, cuando aún no se apagan los ecos de la masacre de Texas- no parecen tener más razón que escandalizar y conseguir mayor conocimiento público, que es uno de los objetivos políticos habitualmente más onerosos y difíciles de lograr.
No asombra tampoco, aunque seguramente debiera encender una luz de alarma, que haya mucha gente que se exprese en coincidencia con las expresiones del legislador. Las propuestas extremas suelen exhibir un esquema simplista, que se parece al denominado “sentido común”. Por ello, suenan razonables y atractivas como toda solución fácil, pero lo cierto es que no resisten demasiado algunos cuestionamientos cuando se intenta profundizar en las consecuencias de su aplicación en una comunidad.
Un paréntesis: según la encuestadora CB Consultora, Milei presenta su nivel de imagen más alto en Salta. Saque cada uno sus conclusiones.
En todo caso, este tema del fanático privatizador puede llevarnos a otro análisis. ¿Cuál es el rol que debe tener el Estado? ¿Debe o no comportarse como un regulador de las relaciones entre las personas y las diferentes entidades públicas y privadas?
Una parte importante de la famosa grieta deviene de esta pregunta, pues las opiniones están divididas y hemos pasado sin demasiado éxito por gobiernos que han profundizado la presencia o la ausencia del Estado en la vida cotidiana de los argentinos.
Nada nuevo hay bajo el sol.
Existen quienes opinan que la participación del Estado debe ser mínima y que esa entelequia denominada “Libre Mercado” se encargará, por una simple acción de oferta y demanda. Se deriva de esta postura, por ejemplo, el concepto de que el Estado es un mal administrador, que sólo produce pérdidas en las empresas que administra y que, si éstas estuvieran en manos privadas, todo sería ganancias y calidad de atención.
Quienes creemos en la importancia de la presencia del Estado como un regulador, como un jugador que equilibra el mercado, recordamos pésimas experiencias anteriores de su ausencia, como la ocurrida con REPSOL YPF, una empresa que solamente se dedicó a recoger ganancias y evitar inversiones, al igual que IBERIA, quien prácticamente desguazó a la que fuera nuestra flota de bandera cuando fue privatizada. Y de los manejos cuestionables de las AFJP, podríamos hacer una columna completa.
La mala administración de los organismos estatales es una cuestión diferente a la presencia o ausencia del Estado en la comunidad y debe ser corregida con el compromiso y la participación ciudadana.
Debemos discutir, razonablemente, las maneras de lograr que el Estado sea eficiente, ya que claramente, hoy por hoy, no lo es.
Es el Estado el que debe estar allí -en donde es necesario pero no rentable-, como en las rutas aéreas que las empresas privadas no quieren cubrir; en la provisión del combustible a un precio razonable, como árbitro del mercado; en el impulso a emprendedores que necesitan capacitación y financiamiento para crecer; en el acceso a la salud para los más desfavorecidos; en la jubilación para quienes ya han cumplido su ciclo laboral; en la infraestructura que hace frente a inequidades centenarias; en la educación que llega a rincones aislados de la Patria.
El notable psiquiatra Enrique Pichon-Rivière afirmaba que “En tiempos de incertidumbre y desesperanza, es imprescindible gestar proyectos colectivos desde donde planificar la esperanza junto a otros”.
Una de las cuestiones que se van a definir en las elecciones del 2023, es qué tanto nos seguirá acompañando el Estado en nuestra vida, porque de la supuesta popularidad de las propuestas de Milei, ha surgido un giro del discurso del arco político opositor para imitarlas, en busca del voto del hartazgo. Y no tanto por convicción sino por pragmática.
Tampoco podemos pecar de ingenuos, porque no siempre hay buenas intenciones de parte de quienes militan la ausencia de regulaciones y controles estatales para sus actividades, sino mero afán de lucro.
A esa película denominada “Achicar el Estado, es agrandar la Nación”, ya la vimos y, según recuerdo, no termina nada bien.