Un joven de 31 años que disparó dentro de un local gastronómico en el centro de la ciudad capitalina se presenta como un reflejo a pequeña escala de lo que ocurre en las sociedades que normalizan la portación de armas de fuego.
Por Franco Hessling
Días atrás un hecho conmocionó a Salta y no mereció la suficiente atención de todo el país por lo que representa. Probablemente porque Rosario o el conurbano bonaerense representen ejemplos más elocuentes del mismo riesgo de la portación de armas.
Y los ejemplos no son sólo de civiles, devenidos en delincuentes, que portan y utilizan armas de fuego de modo ilegal. Los mismos agentes de las fuerzas de seguridad y militares hacen usos macabros de las armas, por ejemplo, en cuanto a femicidios.
Una persona en evidente estado de exaltación retornó a un bar donde se le había negado la venta de bebidas alcohólicas. Apenas rebasó el umbral de ingreso al local abrió fuego en dirección a la barra, apuntando a sus verdugos. Percutió sin suerte, para fortuna de quienes estaban en el local de entretenimiento, y huyó dándose a la fuga. Un par de días después, el shotter fue capturado y signado por aparentes relaciones con la barrabrava de Juventud Antoniana. En la versión siempre ridiculizada de la mayoría de los medios salteños, la barra antoniana se debatió en estos días entre encubrir a Matías Paz, el shotter, y prepararse para la segunda vida que logró al salvarse del descenso.
El hecho representa el uso de armas de fuego en contextos no asociados directamente con la portación de armas que administra el estado. Entonces, cobran relieve las organizaciones criminales y su estadío superior como crimen organizado, retratado por antonomasia en la Rosario narco. Esa portación de armas es ilegítima puesto que no se considera que el simple derecho individual a la propiedad y la seguridad le permita a cualquiera estar armado, legalmente. En ese caso, ¿cuántos de estos episodios ocurrirían?
Tomemos por referencia, para evitar analogías zurdas que hieran sensibilidades macartistas, a la sociedad capitalista por excelencia, los buenos United States of America. Allí, es altísimo el estándar de masacres libradas contra población civil por “random shotters”, personas con acceso legal y rutinario a armamento de guerra. Hay masacres de odio más evidente, contra poblaciones negras, asiáticas o islámicas, por ejemplo, pero también las hay más vidriosas. Masacres lisas y llanas. Como una especie de derecho individual adquirido, accesorio al también hipotético derecho a la portación de armas.
En los Estados Unidos, entonces, los ataques con armas de fuego son cotidianos. Hace poco hubo uno que llamó la atención por la enorme precisión letal del perpetrador. Fue en Maine, donde el atacante se cargó casi una treintena de cadáveres y luego se dio a la fuga. La búsqueda voraz de la respuesta estatal a esa extralimitación de su legítimo derecho a portar armas acabó al encontrar el cuerpo sin vida de Robert Card.
La metáfora del actual ministro de Economía y candidato peronista a la presidencia sobre si ir a la escuela con un arma o ir con una computadora salpicó en Argentina a los años mozos del gobierno de Néstor Kirchner, del que el propio Sergio Massa formaba parte. La masacre de Carmen de Patagones ocurrió cuando Rafael Juniors Solich libró fuego contra sus compañeros del secundario y mató a tres. Solich no portaba armas de modo legal. Tampoco Matías Paz, a quien se ha relacionado, según trascendidos, con el narcotráfico y la barrabrava de Juventud Antoniana.
El caso de Paz en los últimos días, en Salta, tanto como las masacres por ajustes de cuentas o mejicaneos en la órbita del hampa son apenas un ápice de lo que representa en términos de muertes por armas de fuego la libre portación de armas, considerada derecho sólo desde una perspectiva exacerbada de las libertades individuales. Contra eso nos enfrentamos al legitimar una filosofía anarco-capitalista, libertaria. Que, como corriente, es la hija desalmada del marginalismo neoclásico de Viena.