El afán de sobrevivir de los humanos es la mayor piedra que deberá sortear Javier Milei en el caso de llegar a la Casa Rosada y cumplir las medidas que ha venido anunciando.
Franco Hessling
Uno de los aspectos centrales de la propuesta económica de Javier Milei estriba en reducir el gasto público y dolarizar la economía, cerrando el Banco Central o volviéndolo una suerte de franquicia de la Reserva Federal de los Estados Unidos. Algunas aseveraciones del economista de universidad privada -donde uno es antes cliente que estudiante y se sabe, obvio, que el cliente siempre tiene la razón- son tan aventuradas que hasta los ejecutivos del FMI se sonrojan de pudor al escucharlo.
Es cierto que hay una versión almidonada de Milei, que vino después de las PASO, cuando le aconsejaron ir templado el carácter para tener mejores chances de captar al espectro de moderados que cualquier candidato necesita en una segunda vuelta. Sin embargo, el plan económico de Milei es claramente, como él mismo lo ha hecho ostensible, una motosierra que licuará el poder adquisitivo de los salarios e ingresos, aumentará las tarifas de servicios básicos, arancelará la salud y la educación -encareciendo sus costos- y aliviará cargas fiscales para los magnates de ciertos rubros comerciales, industriales y/o de servicios, concentrando la riqueza para aumentar la producción.
Las ideas económicas de Milei son propias del anarcapitalismo estadounidense, heredero de la escuela de Chicago y de Milton Friedman, a su vez lugarteniente americano de la escuela austríaca de Viena, también conocida como escuela neoclásica o marginalismo. A diferencia de otras perspectivas económicas volcadas a pensar la riqueza en diálogo con la pobreza, como la mismísima escuela clásica de Smith, o en la desigualdad y la distribución, como la economía socialista e incluso la desarrollista, en el marginalismo impera el principio de “maximización”. Así, no importa en manos de cuántos esté la riqueza, importa que la suma total de la riqueza sea mayor. Esa, dirán, es una mejor sociedad que aquella otra en la que más manos se reparten menos riqueza total.
Lo que promete Milei lo han venido juramentando los marginalistas desde hace un siglo en términos teóricos y desde hace por lo menos medio siglo en experiencias concretas, empezando por la dictadura de los coroneles en Grecia y el terrorismo de estado de Augusto Pinochet en Chile. Claro, se trata de la misma lógica económica que tuvieron en Argentina José Alfredo Martínez de Hoz, quien debió convencer de sus ideas marginalistas incluso a otros miembros del gabinete de la dictadura, como a su par de Planificación, Ramón Díaz Bessone. Y, por supuesto, es la misma lógica económica de otros seguidores vernáculos de Friedman -algunos no dan la talla para ser llamados “discípulos”- como Domingo Felipe Cavallo o Ricardo López Murphy.
En este país también hay experiencia al respecto de la implementación efectiva de esa clase de modelos económicos que cincela el marginalismo, porque los mencionados Martínez de Hoz, Cavallo y López Murphy, pero no únicamente ellos, fungieron como ministros de Economía e implementaron parte de las medidas parciales que Milei viene reconociendo que deberá tomar para llegar a ese modelo “maximizado” que él mismo admite que le demandará, cuanto menos, quince años de ajustes económicos.
Señalemos dos factores que siempre detuvieron esos procesos: las grandes mayorías no están dispuestas a literalmente morir de hambre en nombre de la productividad y la eficiencia máximas y la desmesura jamás “derrama” lo que promete. Dicen los marginalistas que al maximizarse al extremo las ganancias, aunque estén concentradas en pocas manos, más tarde o más temprano acarrearán beneficios colectivos. No hay evidencia histórica de que ello haya ocurrido alguna vez: el sistema capitalista, sobre el que el marginalismo ha ejercido especial influencia luego de la crisis del modelo de estado de bienestar post-Segunda Guerra Mundial ha incrementado su concentración y volumen de riqueza, pero, en paralelo, también aceleró sus índices de desigualdad y necesidades básicas insatisfechas. Y no lo dice un pasquín marxista, lo dice, con suficiente evidencia económica, el premio nobel Thomas Piketty, que no tiene ni un pelo de socialista.
La dolarización de Milei, tal cual él y sus asesores han dicho en estos días, demandaría por lo menos 9 meses. Eso, si las fuerzas sociales no opusieran ninguna resistencia. Y esto no es una apología al golpismo sino una lectura sociológica: ¿alguien puede creer que grandes mayorías de la población tienen intereses de “ñoquis” o administración de prebendas si salen a boicotear un gobierno que encarece el acceso a servicios básicos de todo tipo y deteriora el poder adquisitivo con el que afrontar costos fijos como la luz, el gas, el agua, la escuela de los chicos, las consultas médicas y el transporte? Obturar ese proceso sería, como ha sido antes en otras situaciones históricas, un incontenible reflejo de supervivencia.