La sociedad argentina empezó el 2023 con un punitivismo de verano, efecto de la combinación de dos elementos, legítimas para dos casos impactantes: gran alcance e indiganación pública y necesidad de penas ejemplificadoras.
Por Franco Hessling
Este año la sociedad argentina tuvo en verano más que un amor, tuvo un punitivismo. Punitivismo de verano, ensalzado por dos casos realmente conmovedores, sobre los que hasta el momento poco hemos referido en estas columnas. Por supuesto, estamos haciendo mención a los asesinatos del joven Fernando Báez Sosa y del niño Lucio Dupuy.
Aclaremos el enfoque de este análisis: nadie pone en discusión la gravedad de los hechos y las merecidas condenas, por supuesto ejemplares, que se han dado en cada caso. Es decir, no se discute que los juicios hayan tenido tanta repercusión social y mediática ni se discute el poder punitivo del Estado, que en todo caso es sobradamente necesario para inhibir comportamientos como el los rugbiers que lincharon a Báez Sosa o la pareja de criantes que abusó y mató a Dupuy.
Lo que se intenta poner en debate en estas líneas es el afán punitivas, que vendría a ser la combinación entre esos otros dos elementos antes mencionados: la conmoción pública masiva y el ejercicio de la punición a través del estado. Por sí mismos, repitamos, esos elementos no representan objeción alguna y, de hecho, si uno los piensa con detenimiento, son “justos y razonables” como el poder de Dios.
Combinados, en cambio, el alcance social y el punitivismo, se crean enormes olas de criminalización que a menudo la mayoría razonable suele criticar. Esa misma mayoría, subsumida ahora por las mieles de la legitimación masiva, se desempacha pidiendo poco menos que la horca para esos otros humanos, resultados aberrantes pero humanos ciertamente, que cometieron las ruindades contra el joven Báez Sosa y el niño Dupuy.
Ni el rugby es en sí mismo un cultivo de delincuencia asesina ni el feminismo o la elección de una pareja no cisgénero hace a las personas potenciales abusadoras y criminales. Eso sólo para empezar. Pero, además, ni las cadenas perpetuas ni la imputación y sentencia por todos los cargos jurídicos posibles harán justicia. Lo único que harán, y no es poco como función social de la pena, es intentar disuadir a otros humanos, los que resultan aberrantes, de cometer semejantes agravios.
La justicia es un ideal potente. Por lo tanto, la mayoría de las veces irrealizable en la realidad material. Nada ni nadie devolverá su hijo a los padres de Fernando, nada ni nadie les permitirá a los Dupuy recuperar a Lucio. Esa justicia, trascendente a la finitud de la materia, la única posible de zanjar el dolor de las víctimas, es imposible de concretar. Está fuera de alcance.
Admitido ello, la sentencia contra los victimarios de ocasión es necesaria, pero no contra ellos ni a favor de los allegados a las víctimas, también víctimas, sino para la sociedad. Como forma de disuasión, como manera de disciplinar. Los victimarios son humanos, nuestros más aberrantes resultados como especie, pero merecen trato humano al fin de cuentas. Y las víctimas que permanecen con vida no compensarán su dolor con sufrimiento ajeno, no harán de la tortura ajena un sosiego para sus propias pérdidas. La justa medida aristotélica.