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Mario Ernesto Peña (h)

La Argentina perdió en dos años más de medio millón de camas hoteleras y la ocupación turística se derrumbó un 23%. El turismo interno retrocede, el Norte sufre más que nadie y el país parece desconectarse de su propia movilidad.

La estadística tiene una forma silenciosa de mostrar lo que la política no quiere decir. Según el INDEC, la Argentina perdió en dos años más de medio millón de camas disponibles en su sistema hotelero. Detrás de ese número frío hay un mapa que se achica: menos establecimientos abiertos, menos personal ocupado, menos movimiento de viajeros internos y, sobre todo, menos confianza en el futuro.

Entre agosto de 2023 y agosto de 2025, la oferta total de plazas pasó de 10.861.358 a 10.327.169, una reducción del 4,9%. Pero lo más preocupante es la demanda: las plazas ocupadas cayeron de 3.350.292 a 2.569.998, una caída superior al 23%, y la tasa de ocupación nacional bajó de 30,8% a 24,9%. En el Norte Argentino, la postal es todavía más dura: una merma del 30% en la demanda efectiva y una retracción de 8 puntos porcentuales en la tasa de ocupación. Detrás de cada porcentaje hay hoteles que reducen personal, cabañas cerradas y pueblos turísticos que viven un invierno prolongado.

El turismo es uno de los sectores más sensibles al clima político y económico. No solo depende del ingreso disponible de las familias, sino también de la estabilidad, del ánimo colectivo y de la percepción de futuro. La recesión prolongada, la caída del consumo, el aumento de los costos fijos y la incertidumbre cambiaria terminaron configurando un escenario de contracción estructural del turismo interno. Y en ese contexto, el Norte argentino —donde el turismo es empleo, arraigo y desarrollo— vuelve a quedar en el margen.

Los datos muestran una paradoja: mientras el Gobierno nacional exhibe récords de superávit o de reducción del gasto público, los sectores que sostienen la economía real se desangran lentamente. El turismo, que fue motor de inversión, empleo joven y promoción territorial, hoy sufre la parálisis de políticas erráticas, la pérdida del poder adquisitivo y la falta de incentivos para la demanda doméstica.

Ya no se trata solo de una temporada mala. Se trata de un cambio de tendencia. El país que alguna vez celebró el crecimiento del turismo interno —con programas que impulsaban el movimiento entre provincias— hoy retrocede a niveles previos a la pandemia. En el Norte, donde la conectividad aérea es limitada y los costos de traslado son más altos, la recesión impacta con mayor crudeza. Cada cama que deja de ocuparse no es solo una estadística: es menos ingreso para una familia, menos actividad para un pueblo y menos recaudación para una provincia.

Si el turismo es, como se dice, una “industria sin chimeneas”, los números del INDEC son el humo que delata el incendio. El país se está desconectando, no solo en su economía, sino en su identidad. Y mientras las cifras de inflación o de dólar ocupan los titulares, la pérdida silenciosa de la movilidad turística revela otra forma de empobrecimiento: la de una sociedad que ya no viaja, no se encuentra y no se reconoce en su propio territorio.

Estos datos no son la opinión política de algún sector. Son la fotografía estadística del presente. Y si la Argentina, sin esa red construida entre Nación, provincias, municipios y sector privado, deja caer su sistema turístico, entonces se cumplirá una tragedia evitable: la pérdida estimada de 300.000 puestos de trabajo vinculados a la actividad turística en el 2027.

 

Columna publicada en FM Aries.