Por Abel Cornejo
Hace pocos días tuve la oportunidad de viajar en automóvil de Salta a Buenos Aires. Rememoré muchos episodios de mi juventud, cuando estudiaba derecho y era empleado del Poder Judicial de la Nación: por entonces, se acostumbraba venir a Salta solamente en el mes de enero y la manera usual de movilizarse era el tren. Cuánto daría por volver a subirme a un tren de pasajeros, que era una experiencia inolvidable.
El ferrocarril fue y será siempre un instrumento de progreso y desarrollo de los pueblos. Una manera de adquirir vivencias y de sentirse parte del suelo argentino, como dice el Preámbulo de la Constitución.
Mientras conducía se me vinieron a la memoria textos imborrables de un libro fundamental de la literatura nacional como es Pantalones Cortos de Arturo Jauretche. Como también alguna escena de Cinema Paradiso, una obra maestra de ese gran director italiano que fue Giuseppe Tornatore. Jauretche y Tornatore fueron maestros en describir escenas de la vida, con tal intensidad, que muchos años más tarde sus obras se tornan evocativas y a la vez una invitación al recuerdo y a la nostalgia.
La misma nostalgia que sentí cuando recordé la figura de mi padre, quien vivió muchos años de su vida en Buenos Aires -de hecho todavía existe el edificio donde vivió con mis abuelos–, y entre tantas anécdotas que perviven en mi memoria, se me vino a la mente aquella que con el 1% del impuesto a los combustibles se construyó allá por los años treinta, más del 70% de la red caminera argentina.
Mi abuelo fue Administrador General de Vialidad. Comenzó su carrera administrativa como sobrestante y finalmente obtuvo la designación como Administrador. Entre otros trazados, realizó sólo en Salta, la cuesta del Obispo, el viejo camino a Cafayate, la cornisa a Jujuy, el cálculo de estructura y diseño del puente de los arcos que cruza actualmente el rio Caldera, así como la traza original de la Avenida General paz en la ciudad de Buenos Aires, entre otras tantas obras que aún existen. Mi padre continuó esa saga y bastaba escucharlo, no solamente para aprender cosas de la vida, sino para comprender cuánto se hizo de obra pública para construir la Argentina.
Por aquel entonces no había ni causas de los cuadernos, ni empresarios de la construcción venales, sino que el propio Estado era quien encabezaba, sin tercerización, el desarrollo de la infraestructura argentina. La misma política de Estado que permitió en los años veinte del siglo pasado la erección del Huaytiquina, que en su momento fue una de las obras ferroviarias más importantes del mundo. Al Chocón y a Cabra Corral también los construyó el Estado y todas esas obras permitieron que se afincaran en el país grandes capitales que, en consonancia con el sector público, hicieron de nuestra nación uno de los principales países del mundo.
Circulando por las rutas nacionales, uno queda espantado por la falta de mantenimiento, las obras abandonadas por falta de presupuesto y el deterioro creciente que se agudizará hacia el final de la época estival. Entonces tendremos un país mucho más incomunicado y la producción lejos de ser un objetivo, se convertirá en una suerte de ato heroico.
A la infraestructura del país no la desarrollan ni el déficit cero, ni mucho menos la supresión de la obra pública. Una decisión que retrasará en años a la Argentina. No se puede paralizar ni congelar imágenes, la obra pública debe ser constante y dinamizadora, pero entonces no debe existir la tentación de dinamitar el Estado, sino que debe diseñarse un proyecto de país inclusivo, que vuelva a poner a la Argentina en lo más alto del concierto de las naciones. De manera tal que la nostalgia nunca supere ni a los recuerdos, ni mucho menos a la planificación de un país moderno y pujante.