Por Mario Casalla
(Especial para Punto Uno)
Pocos libros mantienen tan estricta actualidad como El Malestar en la Cultura de Sigmund Freud. Escrito en 1930, ese año de publicación resultó muy grato para su autor: en agosto fue galardonado en Frankfurt con el Premio Goethe por su actividad creativa y también en su honor se dio el nombre “Freud” a un pequeño cráter de impacto lunar que se encuentra en una meseta del lado visible de la Luna.
Rápidamente el libro tuvo dos ediciones, sin embargo, en Berlín se había puesto ya el huevo de la serpiente. Tres años más tarde, el presidente Hindenburg nombra a Adolf Hitler canciller de Alemania, en un gesto desesperado por obturar el vacío de poder que se produjo al caer la República de Weimar (1918-1933).
Se necesitaba un cambio radical, un hombre nuevo y desconocido en la arena política y eligió mal, pésimo para mejor decir. Nosotros y otras sociedades contemporáneas, sabemos muy bien lo que suele ocurrir en estos casos porque lo estamos sufriendo en carne propia. Centrémonos ahora en Thomas Hobbes (1588-1679).
Del terror a la ciencia social
Hobbes es el primer gran arquitecto que intentará resolver este desafío: bien podría ser considerado el padre de la ciencia social moderna. Ni su vida ni su pensamiento fueron fáciles. Bernard Landry retrató acertadamente su drama en una sola frase: “Un individualista que tenía miedo “. Y ya se sabe lo mucho que puede hacer un burgués asustado.
Marcel Prelot también apela a las circunstancias personales y completa ese cuadro de influencias recíprocas entre vida y obra diciendo: “El desgraciado Hobbes había nacido antes de término, a causa del terror sufrido por su madre ante el avance de la española Armada Invencible. Ésta habría de ser dispersada, pero el espanto experimentado desde el seno materno persiguió a Hobbes durante toda su vida”. Por consiguiente, es el sentimiento del miedo el dominante en Hobbes. Envidia para los hombres la paz que existe en las cosas.
Sin duda a Hobbes no le faltaban razones personales para tener miedo, pero esto no lo explica todo. Es necesario reinstalar su filosofía en el movimiento intelectual de su época, comprender las causas profundas que conmovían aquella Europa del siglo XVII y, finalmente, entendernos con la obra escrita del propio Hobbes que, cuatrocientos años después, sigue dando que hablar.
Estamos en la era del absolutismo y con razón se ha denominado así a ese largo periodo de la historia europea que se extiende, aproximadamente entre 1485 (año de la asunción de la dinastía Tudor al trono de Inglaterra) y 1789 (triunfo de la Revolución en Francia). El viejo comunitarismo medieval será ahora suplantado por un egoísmo cada vez más acentuado rompiéndose, simultáneamente, el ideal político de una “comunidad universal” bajo la autoridad soberana del Sacro Emperador y del Papa: su lugar será ocupado por las monarquías nacionales, primero, y su transformación en Estados, más tarde.
Nace así el absolutismo como filosofía de las flamantes monarquías y Estados nacionales. Estas justificaciones del poder absoluto tomarán formas jurídicas en Cardin Le Bret (1558-1655): “Sólo al rey corresponde hacer las leyes, cambiarlas e interpretarlas”. Asimismo, se expresará en el empirismo extremo del cardenal Richelieu (1585-1642): “Un solo piloto en el timón del Estado” y de Luis XIV “El Estado soy yo”; o tomarán una forma decididamente teocrática en el pensamiento de Jacobo Bossuet (1627-1704), para quien “los secretos de la política, las máximas del gobierno y los orígenes del derecho, están en las Sagradas Escrituras”.
Sin embargo, se trata aquí de un absolutismo de cuño anti individualista, en el cual los intereses del rey coinciden puntualmente con los del Estado. Dentro de esta misma línea -que buscará afanosamente tender un puente entre la libertad del individuo y la sumisión al poder de un estado absoluto- se inscribirá precisamente el pensamiento de Thomas Hobbes. Partidario de la restauración monárquica en Inglaterra, después del cruento interregno del gobierno de Cromwell, no fue sin embargo grato a los Estuardo, por su materialismo y por su doctrina acerca del carácter secular de la dignidad real.
El privilegio de las matemáticas
Es que Hobbes, más que un político o un burócrata, es un científico social. Lo que él esencialmente hace es aplicar a la sociedad la concepción y el método con que Galileo había estudiado los fenómenos naturales, esto es, el método matemático, buscando la regularidad que permita formular leyes.
Se trata aquí también de “leer” la naturaleza (en este caso la humana y la social) como un “gran libro escrito en lenguaje matemático”. La naturaleza no es lo que se muestra, sino aquello que la razón es capaz de descubrir por detrás de los fenómenos (las leyes). Hobbes aprendió bien pronto esta manera nueva de considerar la naturaleza y munido de esa cientificidad encaró al hombre y a lo social.
Lo primero fue reducir la naturaleza a “cuerpo” y “movimiento”, algo que Galileo ya había hecho con los entes naturales. Así, aplicando este principio a su campo, Hobbes entiende que toda realidad psíquica y social es corpórea y, por tanto, sometida a movimientos cuyas leyes la razón puede desentrañar.
¿Qué se advierte al estudiar así la naturaleza humana? Pues, que su fondo es el egoísmo y que cuando el hombre busca la vida en común, no lo hace guiado por ningún tipo de altruismo o solidaridad, sino con miras a acrecentar o mantener su propio interés. Este interés personal mueve a los hombres y a las naciones, encontrando así la primera ley que buscaba: “El hombre es un lobo para el hombre” y la guerra de todos contra todos es su estado de naturaleza. Como todos tienen derecho a todo, cada hombre codicia lo que tiene su vecino y esto se constituye en una fuente permanente de peligro y de temores.
El nacimiento del Estado
Desde esta natural y perversa soledad, el burgués percibe a su congénere siempre como un competidor, con el que tendría que luchar a muerte. Para que esto no ocurra, para que cierta seguridad sea posible, surgen la sociedad civil y el Estado. El lobo se transforma en “ciudadano”. El precio a pagar es grande pero necesario: renunciar al deseo ilimitado del status naturalis (estado de naturaleza) y someterse a las leyes convenidas en el status civilis (estado de civilidad).
Nace así la sociedad civil y, junto con ella, el derecho, en sentido moderno. Se es menos libre pero más seguro; previamente es necesario firmar un pacto que hará nacer al Leviatán (Estado). Mas no es un pacto religioso, sino el pacto con un “dios mortal”. Tal es este Leviatán, personaje bíblico inspirado en el Libro de Job (41:1); el dibujo a pluma en la portada de la edición original de la obra (1651), es realmente terrorífico: un monstruo coronado, cuyo cuerpo de gigante está compuesto de una multitud de seres humanos, vigila la ciudad blandiendo Ia espada y Ia cruz; adecuada representación gráfica del origen del Estado y de Ia sociedad civil según Hobbes.
Se trata en realidad de un doble contrato -aunque se presente como uno solo- ya que para que exista el Estado no basta el simple acuerdo entre las partes (consentio), sino que previamente es necesaria Ia voluntad de asociación entre ellas (unio). Esto último implica la renuncia a sus inclinaciones y derechos personalísimos, para llegar a formar una sola voluntad.
Dicha renuncia es tan fuerte, que Hobbes refuta como “sediciosa” a toda opinión que intente dejar en poder de los individuos siquiera el discernimiento entre el bien y el mal, o aquella que pretenda sugerir que, por seguir Ia orden del soberano, pueda cometerse daño alguno.
La sumisión al Leviatán debe ser absoluta, de aquí que aquel pacto original de unión entre los individuos se perfecciona con un segundo contrato, mediante el cual éstos delegan -sin arrepentimiento posible- su libertad en el rey. Éste es realmente el único “soberano”, ya que el mantenimiento de Ia paz social exige una autoridad completa y no estar sometido a ninguna Iey que no provenga de él mismo, ya sea natural o eclesiástica.
Este terrible “Dios mortal” no se equivoca nunca, los que sí se equivocan son los hombres cuando se apartan de la “debida obediencia”. Sin ella no hay seguridad posible ya que retomaríamos al salvaje estado de naturaleza y a la “guerra de todos contra todos”. La ecuación es, para Hobbes, inexorable: a mayor libertad del individuo, mayor inseguridad general; lo único “moral” es lo que el rey establece como ley, por lo que todo cuestionamiento lleva a la disociación y debe ser reprimido.
Brutalmente, la modernidad política ha entrado en escena. Y frente a un totalitarismo político tan explícito, los problemas y las preguntas surgieron en tropel. Afrontarlos y responderlos explica en gran parte el desarrollo del pensamiento político moderno de los últimos cuatrocientos años. Y está bien que así sea, ¿o acaso es posible hablar hoy -como en muchos casos se hace- de Ia necesidad de “formular un nuevo pacto”, desentendiéndonos de la pesada herencia que este concepto lleva en sí mismo? Lo que ocurre es que, cuatro siglos después, la herencia hobbesiana sigue viva (aunque modificada y matizada), en amplios sectores de nuestra posterior filosofía política y ciencias sociales.
¿Sólo es posible pensar lo social en términos de “pacto “, lo económico como “mercado”, lo estatal como “regulación por leyes “y lo político como “negocio del poder’? Creemos que no. La filosofía y el psicoanálisis tienen mucho para decirnos al respecto.