05 26 casallaPor Mario Casalla
Especial para Punto Uno

La pregunta no es difícil de responder: el Inca Garcilaso de la Vega, nacido en Cuzco, Gobernación de Nueva Castilla, el 12 de abril de 1539 y fallecido en Córdoba, España, el 23 de abril de 1616. Entre esos dos abriles transcurrieron 77 años de vida tan azarosa como desgraciada.

Su nombre original era Gómez Suárez de Figueroa y fue renombrado como Inca Garcilaso de la Vega a partir de 1563.

Desgarrado entre esos dos mundos, el del conquistador y el del conquistado, había nacido en el Cuzco ocho años después de la llegada de los falsos dioses, pero terminó, según dicen, igual que Atahualpa en el último minuto, adorándolos y convertido a su idioma y a su religión.

Era hijo de un capitán de Pizarro y de una prima del Inca (una “ñusca”, princesa real) y él mismo anteponía ese título al muy castizo Garcilaso de la Vega. Acaso por esto, en sus célebres Comentarios Reales, la admiración por el genio de la conquista y el dolor por la destrucción de su pueblo, nunca terminaron de coagular del todo.

Hijo de una violación, había viajado a España en 1560 (a los veintiún años) tras un reclamo también típicamente americano: tener una identidad más creíble o, al menos, el derecho a usar el nombre del padre (Sebastián Garcilaso de la Vega), en vez de ese falso “Gómez Suárez de Figueroa” con que venía fingiendo. Finalmente lo conseguiría y otra vez un gesto con algo de altiva revancha: Garcilaso de la Vega sí, pero anteponiéndose el apelativo Inca.

Inca Garcilaso de la Vega, así viviría medio siglo en España y, desde 1589, en la otrora grande y morisca ciudad de Córdoba, donde escribe toda su obra. En esa ciudad todavía se respiraba, fresco y doloroso, ese aroma de superposición y mezcla cultural -nunca del todo sepultado-, en parte similar al de su Perú natal.

También en Córdoba, los españoles católicos vivían cubriendo rastros de pasados esplendores infieles, pero éstos rebrotaban al menor descuido. También allí la divisa era convertirse o morir, la Inquisición no andaba con vueltas ni remilgos. Y aun a regañadientes se lo hacía.

Se inició en la vida literaria ya bien entrado en años, con una buena traducción (1590) de los Diálogos de amor de León Hebreo, a partir del original italiano. Poco más tarde, publica su primera crónica, La Florida del Inca (1605), una epopeya en prosa que narra la conquista de la península norteamericana por Hernando de Soto, mostrando ya en ella condiciones de prosista y narrador.

Recuérdese que, por esa difícil rama paterna, contaba con ilustres antecedentes literarios: el poeta Garcilaso, Jorge Manrique y el mismísimo marqués de Santillana.

Pero su obra cumbre y testimonial son los Comentarios Reales, cuya primera parte (1609) presenta la historia, cultura e instituciones sociales del imperio incaico; y la segunda, Historia general del Perú (publicada póstumamente en 1617), se ocupará de la conquista del incaico y de las sangrientas guerras civiles posteriores entre los propios conquistadores.

Conciliador y respetuoso de lo español, aun así sus Comentarios resultan un testimonio gravísimo contra las tropelías de toda laya, cometidas en nombre de una supuesta superioridad cultural.

En su infancia cuzqueña había recibido -“en las mantillas y la leche”- relatos de aquel esplendoroso pasado inca, vuelto ahora un presente de horror que presenciará in situ. Resumirá en una sola frase el pasaje de uno a otro tiempo: “Trocósenos el reinar en vasallaje”. Claro y contundente diagnóstico, que contradice por fuera –doliendo quizás por dentro- esa concepción providencialista (y ya moderna) de los procesos temporales, que aflora en su obra.

Ingenua y a la vez trágica filosofía de la historia, presentada por el Inca Garcilaso como la marcha, casi inexorable, desde los oscuros tiempos de barbarie al advenimiento de la gran cultura europea moderna. En fin, un anticipo de la vieja dicotomía “civilización/barbarie” y del culto al “progreso”, que terminaría de hacer época entre nosotros.

Ya en lo técnico-literario, es considerado y apreciado como excepcional y tardío representante de la prosa renacentista, caracterizada por la mesura y el equilibrio entre la expresión y los contenidos, por su sobria belleza formal. Ello no obstante su empeño en utilizar ese apelativo de “Inca” que -lamentablemente para sus parientes españoles puros- seguía recordando la barbarie de sus orígenes e invocando el esplendor de un reino “antes destruido que conocido”.

Es que la fiebre del oro no les había dejado tiempo a los conquistadores para enterarse de otras cosas más que de sus propios deseos. Escribirá así el Inca Garcilaso en el Proemio al Lector: "…forzado del amor natural de la patria, me ofrecí al trabajo de escribir estos Comentarios, donde clara y distintamente se verán las cosas que en aquella república había antes de los españoles, así en los ritos de su vana religión como en el gobierno que en paz y en guerra sus Reyes tuvieron...".