Un campamento que yace abandonado en la puna de Salta, testigo mudo de su pasado esplendor. A pesar del olvido, sus antiguos habitantes luchan por volver al lugar que los vio crecer, mientras su cementerio se convierte en el único vestigio que sigue creciendo en este pueblo abandonado.
Luis Pereyra tenía 11 años, pero recuerda la escena con claridad, como esos momentos mágicos de la infancia. Parado afuera del comedor donde los mineros terminaban la jornada, esperaba impaciente junto a sus amigos que las cocineras acomodaran el salón para transformarlo en el cine de La Casualidad, el pueblo ubicado en la puna salteña que Fabricaciones Militares había armado a casi 4 mil metros de altura para abastecer de mano de obra a la mina de azufre llamada La Julia. En una gran tela blanca extendida contra una de las paredes, se proyectaba El Bueno, El Malo y El Feo (1968), película dirigida por Sergio Leone y protagonizada por Clint Eastwood, Eli Wallach y Lee Van Cleef. Luis quedó deslumbrado. En ese instante de eternidad, cuando la vida parece una concatenación de hechos en cámara lenta, nada indicaba que todo lo que tenía alrededor (la escuela, la iglesia, la cancha de fútbol y su propia casa) se convertiría en escombros, apenas 11 años después.
La historia de La Casualidad está atravesada por los vaivenes de la Argentina, malos cálculos o tal vez infortunios. Pero lo que resuena es la insistencia de un grupo de más de 100 hijos de mineros, agrupados en la ONG Centro de Azufreros de la Mina La Casualidad, que tienen un deseo claro: volver a vivir en el pueblo donde muchos de ellos crecieron. “A mí me encantaría volver a vivir ahí… si usted no pudiera volver nunca más a su lugar donde fue feliz, ¿no lo extrañaría?”, pregunta Nora Gallegos, también nacida y criada en La Casualidad. “No sé si han sentido el olor a azufre, es un perfume exquisito, para mí es como el aroma a jazmín”, dice, cerrando los ojos, respirando profundo y teletransportándose a su pueblo natal.
En una mesa de la terminal de Salta, mientras bebe café en un vasito de telgopor, Luis acomoda prolijamente su celular recubierto con una funda negra de cuero antes de comenzar a detallar los sucesos que se condensaron en apenas 40 años, desde principios de los años 40 hacia finales de los 70. Habla despacio, casi susurrando: “Los primeros trabajos comenzaron en 1940, fue una iniciativa privada de la familia García Pinto, que creó la Compañía Azufrera Argentina”.
Apenas seis años después, la empresa se asoció con Fabricaciones Militares. “El azufre era un mineral estratégico”, advierte Luis. “Se utilizaba para todo lo vinculado con la industria química pesada, para hacer explosivos, ácido sulfúrico, fertilizantes”, enumera. “Este sitio era clave, muy importante: todavía tiene azufre para 40 años más, aunque ya no está explotado”, completa.
Alrededor de la mina se movía una economía que empleaba a unas 14 mil personas. En el pueblo, llegaron a vivir en forma permanente unas tres mil. Nora y Luis tienen un recuerdo absolutamente onírico de la vida en La Casualidad. De las travesuras por entre las montañas, las compras en la proveeduría (donde se conseguía de todo) y de la abundancia: “Nunca nos faltó nada y todo era de primera”.
Ambos nacieron en el hospital local, donde además de brindar atención primaria, llegaron a hacer cirugías de cierta complejidad. Hicieron la escuela primaria y luego, cuando fue el turno de la secundaria, se mudaron a Salta. “Pero ni bien podíamos, nos subíamos al tren para volver”, cuentan. El mismo tren trasandino del norte, que luego se transformaría en el Tren a las Nubes, y que entonces tenía dos servicios que cruzaban a Chile hasta Antofagasta. Los habitantes del pueblo tenían que tomar un colectivo que, luego de pasar por Tolar Grande, viajaba por una ruta asfaltada (una de las más altas del mundo, a casi 5 mil metros) hasta la estación Caipe, hoy también completamente abandonada.
Caipe está ubicada justo enfrente del salar más grande de la Argentina, el Arizaro. La vista es monumental. Una familia de zorros cruza las vías en dirección hacia la hilera de casitas del ferrocarril, donde todavía sobreviven azulejos, aberturas e incluso algunos pisos de pinotea. En una de las habitaciones vandalizadas, hay una montaña de papeles. Uno dice: “Ferrocarriles Argentinos, Línea: General Belgrano”. Está fechado el 31 de mayo de 1979 y contiene una lista de carga de vagones (azufre, sulfato, accesorios, materiales, chatarra) junto a sus consignatarios y su destino: Buenos Aires, Río Tercero, San Antonio de los Cobres, General M. Savio, Esperanza, Córdoba, Pacará, Aguilares.
El golpe para los habitantes del pueblo fue durísimo. Sabían que tenían los días contados, en un contexto donde no había margen para la resistencia. Mucho menos, a 4 mil metros de altura y prácticamente aislados del mundo. “Cuando desmantelaron todo, no era lógico quedarse, dejaron de llevar alimentos e incluso dejó de funcionar la usina eléctrica, el pueblo quedó a oscuras”, cuenta Nora. Cuando salió la última tonelada de azufre, el tren dejó de tener frecuencia cotidiana.
El último poblador de La Casualidad abandonó su casa en octubre de 1979, según calculan Nora y Luis.
Un mito que crece
Ya entonces comenzaron a circular historias y mitos alrededor de La Casualidad. Todos rondaban alrededor de la misma tesitura: el espíritu del pueblo se resistía a desaparecer. Así lo cuenta Nora: “Quedó una guardia del Ejército y empezaron a ocurrir cosas raras, los soldados decían que de noche escuchaban ruidos, motores funcionando, gente conversando, como si el pueblo siguiera con vida. En una casilla verde que estaba al lado del hospital, los gendarmes escuchaban a gente festejando, riendo”.
Cuando el Ejército se retiró, comenzó el saqueo. La Casualidad quedó reducida a ruinas. De aquel poblado pujante, fue sobreviviendo apenas un esqueleto, las huellas del ocaso y el abandono: carcasas de un sueño roto, hecho pedazos. Sólo una construcción logró vencer al olvido: la iglesia, reconvertida en un refugio de caminantes, una suerte de meca entre los peregrinos de la montaña. Allí, sus eventuales visitantes dejan mensajes, estampitas y dibujan santos en las paredes. La imagen de la Virgen de Fátima custodia el lugar, una pintura firmada por “Azufredo”, en 2013. En un cuaderno Éxito de tapa dura amarilla, hay cientos de mensajes desde el 22 de noviembre de 2021. El primero dice: “Centro de Azufreros, presente. Danos tu bendición”. Hay firmas de todo el mundo: Italia, Austria, Estados Unidos. Abajo, otro libro de tapa dura roja contiene mensajes desde 2011, que arranca con una frase: “Juntos en un mismo camino”.
Los hijos de los mineros tardaron 26 años en poder volver a su pueblo. Comenzaron a encontrarse a principios del 2000 para reconstruir su historia en común y tomaron la decisión de crear una agrupación. Y luego alquilaron un colectivo con destino a La Casualidad. Tras dos intentos fallidos (una intensa lluvia y un problema mecánico), lograron su misión. “Fue gracias a él porque fue algo muy difícil para nosotros”, dice Nora, mirando con cariño a Luis, quien agrega: “No sabés la alegría que fue volver ahí… la última vez que habíamos estado, teníamos una imagen del pueblo funcionando, y nos encontramos con las ruinas. Fue un impacto”.
Desde entonces, cada año, el Centro de Azufreros de la Mina La Casualidad hace el mismo viaje para hacer el mismo reclamo: que los dejen volver a su casa, a su tierra natal. “Hace mucho que venimos luchando, queríamos que nos den en comodato la iglesia y dos casillas. Dicen que no se puede, no nos autorizan. Nos haríamos cargo de todo, pero ellos dicen que no pueden darnos algo donde podría correr riesgo nuestra vida”, explica Nora.
En uno de esos viajes, Luis tuvo una epifanía. Como en la película Big Fish, había crecido escuchando las historias de mineros de su papá, Ramón. De las más improbables, había una que repetía con intensidad: varias veces por semana, cuando terminaban su turno, junto a sus compañeros iban al cráter de un volcán aledaño donde habían armado una cancha de fútbol. “Para mí, siempre había sido un cuento más”, dice. Un día, decidió escalar esa montaña. Cuando se asomó al cráter, no lo podía creer: delante suyo estaban los arcos, intactos. “La conexión que tenemos con el lugar es muy fuerte, no podemos olvidarnos de dónde salimos, ni olvidar nuestras raíces”, se emociona.
Tan fuerte es esa conexión de quienes vivieron aquí que La Casualidad es el único pueblo abandonado en el que su cementerio sigue creciendo. “Yo tengo a mi hermanito enterrado y el último deseo de mi ex esposa, Antonia, fue que esparciéramos sus cenizas ahí (falleció en 2022, por Covid). Los dos nos prometimos que, si alguno moría, íbamos a descansar en La Casualidad. Así se lo dije a mis changos: ‘Cuando me muera, quiero ir al mismo lugar donde está su madre’”. Nora lo mira atentamente y acota, convencida, que “ese es el deseo de todos”.